La inseguridad pública empeora porque necesitamos
estigmatizar a los delincuentes para reforzar nuestra placentera sensación de
que somos muy honestos.
Pensemos algo conocido, pero
desde otro punto de visa.
Una persona se inicia en la
delincuencia robándole a un transeúnte el dinero y el celular.
El hombre se siente muy mal
por la violencia de la situación, por el despojo, por lo indefenso que se
sintió y por la convicción de que la justicia de su país quizá nunca descubra
quién fue su atacante, porque solo se aclaran un 30% de los delitos.
La víctima llega a su casa
desolado, angustiado, los familiares lo rodean, lo abrazan, lo acarician y el
hombre comienza a recobrar su esperanza en el ser humano.
Sin embargo, a partir de ese
terrible accidente, algo dentro de cada uno de los integrantes de ese grupo
familiar, ampliado por los amigos, compañeros de trabajo y conocidos, habrá
cambiado: el estado de ánimo predominante será el resentimiento, la sed de
venganza, un deseo de justicia feroz, que incluye castigos ejemplarizantes y,
más disimuladamente, el deseo de que ese delincuente nunca más circule por las
calles.
Lo digo más directamente: en
el corazón de esos ciudadanos surgirán ideas de castigo ejemplarizante, cadena
perpetua y pena de muerte.
Imaginemos que este
delincuente tenga tan mala suerte de ser atrapado, juzgado y condenado a una
reclusión dentro de un establecimiento penitenciario.
Como su delito fue el primero,
al egresar de la cárcel saldrá perfeccionado, será un delincuente avezado,
informado, lleno de nuevas ideas, seguramente asociado, por medio de fuertes
vínculos, a otros delincuentes que se convertirán en su familia.
En suma:
habremos ganado un delincuente especializado, PERO, y esto es lo grave, los
no-delincuentes lo necesitaremos como delincuente para, inconscientemente,
reforzar nuestra placentera sensación de que somos muy honestos.
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(Este es el Artículo Nº 2.006)
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