Regatear es tanto una
pésima costumbre de negociantes inescrupulosos, como una práctica sagrada que
sería de muy mal gusto evitar.
Fui comerciante durante muchos años y, lo confieso, no soporto a la
gente que intenta regatear.
Aunque, como todo energúmeno, me creo el rey de la ecuanimidad, la
ponderación y el equilibrio emocional, siento ganas de echar a patadas a quien
osa pedirme rebaja en el precio que tan juiciosamente he puesto a mis
mercancías.
La corrosiva indignación se sustenta en el razonamiento de que, si yo
rebajara un solo peso al precio que le cobro al comprador, estaría demostrando
que, de no ser por su oportuna gestión, yo me habría quedado con ese peso que
estuve dispuesto a renunciar.
Conceder una rebaja es una delación, es una confesión de las malas
intenciones que tengo y que justifican que mis clientes deban estar en guardia
cuando negocian conmigo.
Si bien la alegría del comprador puede llegar a anestesiar su lucidez,
cuando recobra la conciencia tendría que darse cuenta de que yo quise timarlo,
estafarlo, abusarme de su actitud confiada y respetuosa.
Hacer una rebaja en el precio equivale a reconocer que este fue fijado
de manera abusiva, antojadiza, desprolija, sin profesionalismo, tratando de
depredar a los más confiados, tímidos, vergonzosos, serenos.
Toda rebaja señala, sin lugar a confusión, que el vendedor es un
estafador, un delincuente, una mala persona, digna de que sus negocios fracasen
muchas veces, hasta que tenga que dedicarse a otra actividad donde no tenga
posibilidades de practicar sus malas intenciones.
Sin embargo, para muchos pueblos, regatear es sagrado.
Cuentan que cierta vez un profeta árabe pudo hablar con Alá y este le
dio la orden de que el pueblo rezara 50 veces por días. Gracias a la habilidad
regateadora del profeta, actualmente solo rezan 5 veces.
(Este es el Artículo Nº 2.012)
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