Cuando omitimos denunciar
un ilícito, lo hacemos porque, inconscientemente, estamos asociados y
apreciamos al infractor, más de lo que imaginamos.
Los ciudadanos comunes difícilmente denunciemos los ilícitos cometidos
ante nuestra presencia.
Es conocido el sagrado «código de
silencio», que se respeta a muerte entre los presos y, cuando digo «a muerte», no es una
expresión metafórica sino que la delación suele pagarse con la vida.
Para muchos
es difícil guardarse la información que poseen, inclusive con filmaciones que
tomaron con los teléfonos celulares, pero más difícil es hacer la denuncia.
La
dificultad para respetar el «código de silencio» es, fundamentalmente,
el sentirse directamente cómplices del delito que presenciaron. El solo hecho
de no hacer la denuncia a los responsables de controlar la legalidad implica
asociarse, indirectamente, con los ilegales.
Como ocurre en todas las situaciones dudosas, se convocan en la mente
del involuntario testigo, ventajas y desventajas de cumplir con su deber civil
de señalar a quienes incumplen las normas.
Está claro que la falta de sanción para los transgresores habilita la
continuidad de sus prácticas ilegales. Al no hacer la denuncia que
correspondería, no solamente estamos «perdonando» la falta, sino que, estamos
habilitando todas las demás que podrían cometerse.
En otras palabras: quien no denuncia los actos ilícitos, no solo permite
el incumplimiento de la ley, sino que, además, está habilitando las condiciones
necesarias para que se sigan cometiendo.
La situación suele complicarse porque la duda entre denunciar y no
denunciar, provoca una pérdida de tiempo que es generadora de culpa. Por lo
tanto, quien se demora en delatar lo que vio, está incurriendo en un delito por
entorpecer las acciones represivas que pudieran corresponder.
El cómplice involuntario, como ocurre entre los reclusos, reconoce que
el infractor integra su grupo de pertenencia, aunque, por vergüenza, nunca
podría admitirlo.
(Este es el Artículo Nº 2.034)
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