sábado, 8 de marzo de 2014

Una verdad sobre la verdad

La verdad es algo que sobrevuela nuestros discursos, pero que casi nunca se dice o se oye. Consideramos verdad a ciertas historias que contamos y nos cuentan, con la solemnidad de lo que merece respeto.

Me parece que la verdad nunca tiene forma de confesión. Al contrario, cuando alguien está  confesando es cuando más control intenta tener sobre lo que dice. Quizá la máxima expresión de falsedad y cinismo ocurra cuando alguien anuncia que está dispuesto a confesar.

Hasta la persona más pudorosa pueden llegar a exhibir su cuerpo con absoluto desparpajo, pero no así sus deseos, las intenciones, los sentimientos que guarda en su mente bajo siete llaves.

La máxima desnudez corporal solo puede llevarnos a demostrar que somos animales mamíferos, pero la desnudez psicológica puede llevarnos a demostrar que no somos humanos sino monstruos abominables, imposible de amar. Por esto preferimos que se burlen y nos humillen por nuestro cuerpo sin ropas, pero eso no dejará de ser una forma de mirarnos, de incluirnos, de amarnos, aunque sea negativamente (repudiándonos).

Sin embargo, algunas verdades decimos, quizá para desahogarnos, pero lo hacemos con gran disimulo. Filtramos los contenidos a revelar.

Quizá existan dos formas de colar eso que diremos: la ficción (imaginativa, surrealista, delirante, metafórica) y la humorística (sardónica, cínica, despectiva, descalificante, destructiva, agresiva, cómica).

Nunca confesaremos la envidia que sentimos por nuestro hermano menor, pero insinuaremos que «no es tan inteligente como parece»; nunca confesaremos quién robó aquel objeto de valor cuyo ladrón jamás fue descubierto, pero comentaremos extrañados «¡qué cantidad de delitos nunca son descubiertos por la policía...y de eso nadie habla!»; nunca confesaremos las atormentadas dietas que hacemos para conservar un cuerpo delgado, pero le haremos bromas a los obesos.

Y así por el estilo. A todo esto es a lo máximo que podemos aspirar en sinceridad, en confesión, en franqueza. Los humanos decimos la verdad, pero sin darnos cuenta. No la registran ni quienes las dicen ni quienes las oyen. El psicoanálisis intenta hacer una lectura entre líneas del parloteo humano y, probablemente, a veces encuentra verdades químicamente puras, tan insólitas que ni el propio confesor puede dar crédito a lo que dijo sin darse cuenta.

Quizá existan dos condiciones predisponentes para entender algo de lo que se dice sin querer:

1) Poseer un inventario exhaustivo de nuestros defectos personales; y

2) Asumir que nadie puede hacer, pensar o decir algo que no sea estrictamente humano. La especie es una cárcel hermética: nadie escapa de ella ni puede incorporar características no humanas.

(Este es el Artículo Nº 2.156)


La gota de agua


Con el refrán «La gota de agua horada la piedra» estamos sugestionados con que, para solucionar la injusticia distributiva, debemos resistir y tener paciencia hasta morirnos.

En otro artículo y video (1) les dejaba un comentario sobre esa cantidad enorme de obras literarias (después convertidas en películas o no), en las que el héroe y triunfador es un personaje pequeño, quizá un niño o un pobre, que logra vencer a un gigante, quizá un delincuente, genio malévolo o rico.

El esquema tiene éxito en casi todos los casos: el público compra, lee, disfruta, con las dificultades de alguien muy parecido a nosotros, los lectores. Infaliblemente, en un final agónico, dramático, electrizante, el bueno y débil vence al malo e invencible contrincante, que durante toda la película estuvo amenazándonos a través de nuestro representante, el pequeño héroe.

Lo que les comentaba en el mencionado artículo es que, gracias a estas obras literarias o cinematográficas, los pobres y débiles nos mantenemos tranquilos, cada uno por su lado, disfrutando en solitario con estas fantasías, para que a ninguno se le ocurra cuestionar demasiado la insólita y eterna desigualdad entre pobres y ricos.

Para perfeccionar este canto coral de los menos favorecidos, el Papa, desde su trono casi celestial, también dice acongojado: «¡Qué horrible, cómo sufren ustedes, los pobres. (Los ricos) deberíamos hacer algo!».

En el video asociado a este artículo les comento algo similar.

Cuando sentimos el sabio refrán que dice: «La gota de agua horada la piedra», nos sentimos plenos de sabiduría y a partir de este estado místico, nos dedicamos a insistir, perseverar, reclamar, pedir, trabajar, declamar, llorar, aguantar y todos los verbos similares, por tiempo indeterminado, porque, como bien lo enuncia el referido refrán «Si una débil gota de agua horada la piedra, ¡cuánto más podré yo, que soy más fuerte que una gota de agua!»

Quizá, por tratarse de que ya estamos en el siglo 21, deberíamos reformular el refrán, el que quedaría redactado así: «La gota de agua MOJA la piedra».


(Este es el Artículo Nº 2.141)


La mortificante culpa del inocente


Aunque parece insólito, el sentimiento de culpa auténtico es el que alguien puede sentir cuando no pudo darle satisfacción a sus deseos más profundos y, generalmente, prohibidos.

«¿Qué hago, lo digo o no lo digo?, No, mejor callo y no digo nada».

En este diálogo interior podemos imaginar algunas ideas un poco curiosas porque se apartan del sentido común.

La más importante de todas: quien habla podría estar cuestionándose, recriminándose, arrepintiéndose por no haber hecho lo que realmente deseaba.

Alguien cometió un delito y fue descubierto. Ante la autoridad que lo condenará porque las pruebas, la acusación de testigos y demás evidencias  son incuestionables, tendrá que mostrarse culpable y arrepentido porque si insiste en declararse inocente la condena será peor.

Pero, sin embargo, ¡vaya paradoja!, el detenido no parece culpable. ¿Por qué será?

Según una creencia no muy difundida, solo nos sentimos culpables cuando atacamos, o no defendemos lo suficiente, a nuestro propio deseo.

En el caso del delincuente descubierto in fraganti, podemos pensar que lo hizo para satisfacer su deseo, pero tuvo que simular arrepentimiento para no agravar el castigo.

Por el contrario: alguien no participó en un acto delictivo, la justicia no lo acusa, pero se siente muy culpable y deprimido porque, en su fuero interior, él habría deseado participar en ese acto delictivo.

Quienes aceptamos con bastante fe este paradójico funcionamiento psicológico, quedamos expuestos a no creer en todos los actos de arrepentimiento, especialmente los que parecen más convincentes. La lógica psicoanalítica para reaccionar así ante alguien que se desgarra las vestiduras por la intensa culpa que dice padecer es que tal actitud solo sería confiable si de lo que se siente culpable es de no haber satisfecho su deseo.

Este mecanismo mental suele ser desconocido hasta para quien lo padece. Muchas personas, acosadas por la culpa, difícilmente den crédito a que lo que realmente lamentan y se recriminan es no haberse complacido suficientemente el propio deseo.

Esto podría llevarnos a una conclusión aun más insólita: quizá las cárceles están llenas de personas que no se sienten culpables sino satisfechas (de haber complacido su deseo delictivo) y fuera de las cárceles hay aun más cantidad de personas que sufren la culpa de tener inhibida la capacidad de complacer el propio deseo.

(Este es el Artículo Nº 2.154)


El dinero es un instrumento bueno


 

De alguna manera, el Papa Francisco I propone trabajar gratis, o no estamos entendiendo qué quiere decir.

El próximo 25 de febrero de 2014, será presentado en el Vaticano un libro escrito por el cardenal alemán Gerhard Müller (imagen), titulado:  Pobre para los pobres. La misión de la Iglesia.

El título del libro evoca una de las primeras declaraciones del flamante papa Francisco I, en marzo del 2013: "¡Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!"

Del prólogo, redactado por el Papa, extraigo este pensamiento suyo: «el dinero es un "instrumento bueno en sí mismo" pero, si no es ofrecido a los demás, se vuelve contra el hombre».

Comparto con ustedes unos comentarios:

Es un gran avance que la principal autoridad moral de los católicos diga expresamente "el dinero es un instrumento bueno en sí mismo".

Como digo, es un avance, especialmente si tenemos en cuenta dónde están parados los más espirituales, esto es, repudiando «el vil metal» (como suelen llamarlo).

Otra frase importante: "¡Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!" No es mucho lo que pueden hacer los curas sin recursos materiales. Ni los curas ni nadie. Quizá lo que quiso decir Francisco I es «Cómo quisiera una Iglesia rica (como la que tenemos) para (empezar a) ayudar a los pobres».

Otra idea valiosa: «si (el dinero) no es ofrecido a los demás, se vuelve contra el hombre». ¿Estaremos refiriéndonos al mismo ser humano o él está pensando en algún otra especie? ¿Usted se imagina qué pasaría si ofreciéramos nuestro dinero? Dependiendo de la fortuna de cada uno, ingresaríamos en la indigencia en no más de 30 segundos, gracias a lo cual, pasaríamos a ser los menesterosos que otros tendrían que ayudar.

Imaginemos: Si un partido gobernante, —a quien el pueblo le pide que haga algo para contener una ola delictiva—, propone la inmediata evangelización de los encarcelados actuales y también de los que alguna vez estuvieron presos, ¿cuánto mejoraría la seguridad ciudadana?

Lo que intento decir es que los humanos no somos generosos por una simple razón: SOMOS DÉBILES, nacemos prematuros, necesitamos dos décadas para convertirnos en adultos jóvenes. Con esta debilidad congénita, ¿alguien puede pensar seriamente que vamos a ofrecer el dinero que tanto nos cuesta ganar?

Con este tipo de política, expuesta desde la máxima autoridad eclesiástica, que llega a muchos millones de fieles (1.214 millones de bautizados en 2011), la Iglesia Católica está patrocinando más pobreza (¡cada vez tenemos más pobres!), así como el imaginario Ministro de Seguridad Interior tendría una pésima gestión si solo tratara de persuadir a los humanos delincuentes que comiencen a portarse mejor.

Las referencias fueron tomadas de INFOBAE  del 19-02-14

(Este es el Artículo Nº 2.128)


La ciencia y la tortura


La principal razón por la que existen los apremios físicos para extraer información urgente es que la ciencia aun no ha inventado un procedimiento menos cruel.

La humanidad sufre la crueldad de la tortura porque la ciencia aún no ha encontrado la manera de extraer la información de alguien que se niega a entregarla.

Nunca podrá saberse, pero casi todos los procedimientos de este estilo no ocurrirían si quienes necesitan obtener, de forma urgente, una información importante pudieran obtenerla sin mortificar a quien la posee y no está dispuesto a entregarla.

Los apremios físicos existen porque quienes necesitan obtener cierta información con urgencia no cuentan con otros recursos.

Hasta cierto punto, el procedimiento se parece al que tenían que aplicar los cirujanos antes de la invención de las anestesia: el suplicio de los pacientes era inevitable porque se consideraba importante salvar su vida a como diera lugar.

Sin embargo, la tortura tiene otro componente imposible de aceptar: la supuesta intención sádica de los ejecutantes.

La víctima y los allegados a ella no pueden evitar pensar que el sufrimiento responde más a un placer personal, patológico y perverso del torturador. Es casi imposible que los mártires acepten la hipótesis de que todo sería diferente si los torturadores poseyeran otra forma menos horrorosa de obtener la información que necesitan.

La hipótesis inevitable de que los torturadores disfrutan causando dolor tiene su principal fuente de inspiración en los deseos sádicos que todos tenemos, más o menos contenidos.

Para conocernos, solo necesitamos escuchar las conversaciones indignadas de quienes creer poseer una fórmula infalible para frenar la delincuencia. La ancianita más beata guarda en su corazón deseos tan sádicos que, si se postulara para un cargo de torturadora sería descalificada por exceso de celo.

(Este es el Artículo Nº 2.136)