miércoles, 18 de julio de 2012

El temor a ser estafados



El temor a ser estafados limita nuestra capacidad de correr riesgos rentables, no solamente para evitar pérdidas económicas sino sobre todo para evitar sentirnos humillados.

Aunque estoy volviéndome experto en describir nuestro funcionamiento psíquico más cotidiano, les cuento, a quienes suelen malinterpretarme, que DESCRIBIR NO ES ACUSAR.

Esta asociación forma parte de nuestra cultura, pero ahora sí, la describo para condenarla: NO ES CIERTO QUE DESCRIBIR IMPLIQUE ACUSAR.

Tan es así que yo mismo soy usuario de lo que describo: niego algunas realidades (no sé cuáles precisamente porque las niego), tengo sueños, tengo esperanza, amo al ser humano a pesar de describirlo como algo patético, débil y arrogante.

Un sueño puede ser que un día Bill Gates me llame para decirme en su pésimo castellano: «Fernando, te pago un millón de dólares si me das la fórmula para duplicar mi patrimonio».

Bromas aparte, les comento algo que puede frenarnos a quienes querríamos progresar económicamente y no podemos, por ejemplo, porque somos demasiado desconfiados y evitamos correr el riesgo de ser estafados.

Recurro una vez más a mi único libro de cabecera: El Diccionario de la Real Academia Española.

Las definiciones de la palabra «estafa» (1), son:
Estafa
1. f. Acción y efecto de estafar.
2. f. Der. Delito consistente en provocar un perjuicio patrimonial a alguien mediante engaño y con ánimo de lucro.
3. f. germ. Cosa que el ladrón da al rufián.

Estafa
(Del it. staffa, estribo).
1. f. Estribo del jinete.

Si leemos atentamente, observaremos que la primera acepción es la que todos conocemos, pero la segunda incluye un dato interesante.

Si «estafa» es «estribo», es decir: pieza en los arreos donde el jinete pone el pie para treparse al caballo, quizá nuestro temor a ser estafados sea en realidad temor a que nos pisen, ... pisoteen, humillen, agravien.


lunes, 16 de julio de 2012

El nacimiento de un hermano



El nacimiento de un hermano es emocionalmente similar a la ruina económica.

Pensemos en alguien que pierde la mitad de sus bienes. 

El  golpe emocional es tan duro que subjetivamente piensa que lo ha perdido todo. Nunca le había pasado. Está desolado, angustiado. Desesperado.

Quienes lo rodean sin embargo, no solo no se dan cuenta de su infortunio, sino que además se muestran muy felices y no falta quien venga a felicitarlo, con gritos de alegría exagerada: «¡Te felicito! ¡Ahora sí que estarás bien!».

El desconcierto no podría ser mayor: si en momentos de tanta desgracia los demás se alegran, entonces también se ha quedado solo porque esos que lo felicitan, son dichosos con su dolor: son sus enemigos.

Pero a pesar de haber comprendido que son sus enemigos no puede abandonarlos, huir, porque por su pobreza ¡no tiene adónde ir!

Sin embargo continúan ayudándolo, le dan de comer, lo abrigan, no lo expulsan, ... y nadie lo consuela sino que su brusco empobrecimiento parece alegrarlos, su desgracia les provoca felicidad. ¡¡Qué hacer!!

No tiene ninguna idea, solo hace torpes intentos de exigir que le devuelvan la riqueza que le robaron, pero los demás parecen enojarse, se ponen de mal humor con los reclamos.

Ha perdido sus bienes pero además ha podido constatar que los demás se alegran de su desgracia y que el robo más salvaje no es un delito: los que parecían aliados, apoyan al ladrón y, por si esto fuera poco, le exigen que ame a quien lo privó de casi todo.

Algo así son las sensaciones que siente un niño cuando nace un hermano. Los adultos que lo padecieron, han tenido la suerte de olvidarlo y por eso no comprenden el padecimiento de sus hijos cuando «le regalan un hermanito para que tenga con quien jugar».

(Este es el Artículo Nº 1.612)

El error entre lo propio y lo ajeno


  
Podemos ser sancionados si confundimos los bienes propios con los bienes ajenos muy accesibles.

La palabra «usar» significa utilizar, emplear, dedicar, aplicar, aprovechar, destinar, explotar, disponer, mientras que «abusar» significa atropellar, violar, maltratar, profanar, forzar, obligar, violentar, pasar por encima.

Es claro que una y otra palabra refieren a «usar» bien o mal, respectivamente.

De los bienes privados, personales, propios, podemos hacer «uso y abuso», mientras que de los bienes públicos, colectivos, ajenos, solo podemos hacer uso, pero no abuso.

Alguien puede tener una fuente en su casa y utilizarla para decorar un espacio, para tomar agua imaginando que es un manantial, utilizarla en tareas de riego, de lavado y hasta de baño personal, pero una fuente pública sólo puede ser un adorno.

Si los niños la utilizan como piscina o para divertirse con sus barcos de juguete, es probable que surjan dificultades de convivencia debido a que estos usos (agregados al de adornar visual y acústicamente), no son compartibles, sin perjuicio de que cada ciudadano se imagine ¡equivocadamente! que por estar en un espacio accesible, significa que puede usarla como si estuviera instalada en el jardín de su casa.

«En mi ciudad soy feliz porque me siento como en mi casa», dicen orgullosos los ciudadanos.

No es fácil lograr que los vecinos entiendan la diferencia que existe entre un bien propio, con derecho a hacer uso y abuso de él, a un bien idéntico, pero destinado a un uso colectivo, lo cual inevitablemente recorta los derechos que cada uno tiene sobre él.

Algo parecido ocurre cuando trabajamos para una empresa. Los espacios, máquinas, herramientas, muebles y materiales, son de propiedad privada pero tenemos permitido el acceso y disponibilidad suficientes para desempeñar la tarea.

Por error, nos exponemos a ser sancionados si abusamos (nos apropiamos) de lo ajeno.

(Este es el Artículo Nº 1.609)

Originalidad terminal


Heráclito era una persona especial, con ideas sacadas de su propia inventiva, incapaz de repetir como propios pensamientos ajenos.

Se preocupaba por sus rasgos demasiado humanos, porque según él decía, eso lo convertía en un verdadero plagiador gráfico y estaba en su ánimo no imitar, no copiar, no robar ni la imagen ni los pensamientos ajenos.

Su estado de ánimo era generalmente bajo porque, aunque gustaba de hablar con la gente, tenía que dedicarse casi exclusivamente a escuchar porque lo ponía de muy mal humor repetir las palabras que alguien hubiera utilizado alguna vez.

Por esto, lo poco que hablaba lo hablaba en voz muy baja, avergonzado según decía, por la imposibilidad de hacerse entender con un lenguaje propio.

Sin embargo algo había logrado porque era un excelente mimo.

Si bien estudió a Marcel Marceau, Charles Chaplin, Jacques Tati,  Buster Keaton y Mr. Bean, se las ingenió para no imitarlos.

Algunos afirmaban que era un respetuoso fundamentalista de la singularidad de cada ser humano, pero sus detractores decían que Heráclito despreciaba a los semejantes.

Estar huyendo de su naturaleza, de su especie, de lo que le resultaba más fácil, lo exponía a grandes sacrificios incluyendo el rechazo de quienes sienten por los diferentes un odio visceral.

A pesar de sus sacrificios, molestias y privaciones, nada se parecía a lo que le ocurrió cuando ya tenía setenta y tres años.

Al cruzar un parque, fue embestido por un joven que se desplazaba velozmente en un skate, escuchando su música estridente.

En pocos minutos aparecieron los paramédicos y comenzó el suplicio.

Efectivamente, nuestro hombre no poseía los valores comunes, esos que los médicos han decretado como los únicos saludables.

Por este motivo, y no por los raspones que sufrió en la caída, lo internaron y comenzaron a llevar todos los niveles orgánicos a lo que era «normal» para la ciencia.

En tres días le habían bajado los niveles de azúcar, de urea, de colesterol y de presión sanguínea.

Él comenzó a arrugarse, literalmente a «desinflarse». El decaimiento era preocupante, pero lo peor ocurrió cuando se vio en el espejo y notó que su anterior aspecto juvenil ahora reflejaba más años que su edad cronológica.

Los médicos no pudieron sacarlo del pozo depresivo y el mimo denunció la docta intolerancia autoeliminándose con una pantomima terminal.

(Este es el Artículo Nº 1.622)

Las palabras condenatorias


  
La sociedad utiliza palabras para calificar, bautizar, diagnosticar condenatoriamente a los ciudadanos que quiere apartar, expulsar, desterrar.

El instinto de conservación es el gran proveedor de energía para todas las reacciones defensivas que se activan cuando alguno de nuestros cinco sentidos percibe algo que nos pone en estado de alerta, haciéndonos sentir temor, miedo, pánico, terror, desesperación.

Este «apronte angustiado» es temible en sí mismo. Si le tenemos temor a ser mordidos por una víbora, también sentimos temor a sentir temor.

Durante esas etapas previas a la presencia del peligro real, cuando imaginamos que corremos riesgo de sufrir, nuestra cabeza busca soluciones accesibles y una de las primeras en aparecer son las soluciones mágicas, junto con las de huir o agredir.

Las soluciones mágicas solo procuran aliviar la molestia que causa el miedo aunque quienes las utilizan creen que tienen eficacia real (neutralizar el peligro). Las (supuestas) armas de este método defensivo son las palabras mágicas, los conjuros, los rezos.

Como muchos peligros son imaginarios (por ejemplo, la víboras no huyen por los rezos sino porque son huidizas), la creencia en el poder salvador de las palabras mágicas crece en confiabilidad y se trasmiten de generación en generación.

Existen fenómenos de este tipo que son más sutiles pero de consecuencias significativas.

Aunque todos somos potenciales o reales infractores de las normas de convivencia, solo utilizamos palabras descriptivas para designar esas faltas. Por ejemplo: (cometemos) mentiras, robos, evasión fiscal, entre otras.

Sin embargo, también utilizamos palabras condenatorias como, por ejemplo, mentiroso, ladrón, estafador para calificar, tipificar y «etiquetar» a los ciudadanos cuando queremos apartarlos, discriminarlos y castigarlos.

Como puede verse, aquellas palabras inofensivas se convierten en verdaderos estigmas, marcas, señales, que afectan de forma radical, definitiva e irreversible a quienes tienen la desgracia de ser «bautizados» por el colectivo que integran.

(Este es el Artículo Nº 1.622)