Lo que cada uno paga para educar a las nuevas generaciones tiene la intención de poder reprimirlas con mayor eficacia.
Existe una frase que parece razonable aunque
no sé si lo es tanto.
Ella dice «La ignorancia de la ley no impide su
aplicación».
Si la
policía atrapa al ladrón cuando está saliendo de una casa cargando un
televisor, irá a la cárcel por «tentativa de hurto» y el abogado defensor no
podrá alegar ante el juez que el acusado desconocía que está prohibido robar.
Esto parece
muy lógico y a nadie se le ocurriría sensatamente discutir la justicia de este
criterio.
Las sociedades
nos protegemos mejor de nuestras propias dificultades de convivencia si no
consideramos como atenuante la ignorancia de la ley.
Quizá
arbitraria y dictatorialmente nos hemos puesto de acuerdo en no perdonar la
ignorancia para este tipo de asuntos.
Por nuestra
parte, las mismas sociedades procuramos que la información sea accesible,
tratamos de que existan bibliotecas públicas de acceso gratuito, intentamos
contar con un sistema educativo que facilite al máximo el conocimiento de la
ciudadanía.
Desde este
punto de vista, cuando pagamos los impuestos, estamos colaborando
financieramente con la educación de los ciudadanos.
¿Lo hacemos
porque somos muy generosos o porque somos muy egoístas?
Lo hacemos
porque queremos tener (¿comprar?) la libertad de perseguir y castigar a quienes
no cumplan las leyes.
Razonamos
así: «Nosotros te ofrecemos la información sobre qué está prohibido y qué está
permitido. En este contexto tu desinformación
pasa a ser de tu exclusiva responsabilidad y quedamos autorizados para
aplicarte el máximo peso de la ley».
En suma: Lo que pagamos entre todos para educar a
los ciudadanos, no es para beneficiarlos sino para que nadie pueda salvarse de
los mecanismos represores que deseamos aplicarle a cualquier ciudadano que nos
moleste demasiado.
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