Los seres humanos explotamos la naturaleza sin excluir a
nuestros semejantes.
Ningún presupuesto familiar se mantiene
equilibrado mediante el ahorro, pero convengamos en que la austeridad, la
evitación de gastos superfluos y contando cuidadosamente el dinero que damos o
cobramos, hacemos una contribución significativa.
El regateo (pugna, tira y afloje, solicitar la
rebaja de los precios) es cultural. En algunos países es casi obligatorio y en
otros es una pérdida de tiempo, una ofensa causante de enojo.
Donde la práctica es habitual, la compra-venta
es considerada un acto social, en el que los participantes se brindan generosas
argumentaciones y atractivos espectáculos teatrales, que buscan llegar a un
acuerdo con pasión erótica.
En estas culturas, quienes no regatean son
vistos como personas frías, indiferentes, antisociales, obscenos derrochadores
y si fuera posible, habría que negarles la venta.
Cuando la cultura reinante excluye el regateo,
el razonamiento es muy distinto.
El comprador pregunta el precio, el vendedor
se lo informa:
— Si el comprador insinúa que es muy caro, el
vendedor se ofende porque interpreta que lo están tratando de abusador,
estafador o ladrón.
— Si el vendedor cede y hace la rebaja del
precio que le pidió el comprador, este no concreta la compra porque interpreta
que el vendedor es deshonesto pues hizo un intento de cobrarle de más.
Cada uno de nosotros tendrá su predilección
pero quizá no sería razonable afirmar que una de las dos costumbres está bien o
mal pues ambas están en sintonía con su respectivo contexto cultural.
En suma: Es sensato no gastar de más y pagar lo mínimo, con lo cual podemos
concluir que el deseo de explotar al semejante (ya sea comprador o vendedor) es
inherente a la condición humana.
Quienes piensan que la explotación es odiosa,
negarán poseer esta característica para poder ejercerla inconsciente e
irresponsablemente.
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