El nacimiento de un hermano es emocionalmente similar a la
ruina económica.
Pensemos en alguien que pierde la mitad de sus
bienes.
El golpe
emocional es tan duro que subjetivamente piensa que lo ha perdido todo. Nunca
le había pasado. Está desolado, angustiado. Desesperado.
Quienes lo rodean sin embargo, no solo no se
dan cuenta de su infortunio, sino que además se muestran muy felices y no falta
quien venga a felicitarlo, con gritos de alegría exagerada: «¡Te felicito! ¡Ahora sí que estarás
bien!».
El
desconcierto no podría ser mayor: si en momentos de tanta desgracia los demás
se alegran, entonces también se ha quedado solo porque esos que lo felicitan,
son dichosos con su dolor: son sus enemigos.
Pero a
pesar de haber comprendido que son sus enemigos no puede abandonarlos, huir,
porque por su pobreza ¡no tiene adónde ir!
Sin embargo
continúan ayudándolo, le dan de comer, lo abrigan, no lo expulsan, ... y nadie
lo consuela sino que su brusco empobrecimiento parece alegrarlos, su desgracia
les provoca felicidad. ¡¡Qué hacer!!
No tiene
ninguna idea, solo hace torpes intentos de exigir que le devuelvan la riqueza
que le robaron, pero los demás parecen enojarse, se ponen de mal humor con los
reclamos.
Ha perdido
sus bienes pero además ha podido constatar que los demás se alegran de su
desgracia y que el robo más salvaje no es un delito: los que parecían aliados,
apoyan al ladrón y, por si esto fuera poco, le exigen que ame a quien lo privó
de casi todo.
Algo así
son las sensaciones que siente un niño cuando nace un hermano. Los adultos que
lo padecieron, han tenido la suerte de olvidarlo y por eso no comprenden el
padecimiento de sus hijos cuando «le regalan un hermanito para que tenga con
quien jugar».
(Este es el
Artículo Nº 1.612)
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