Ante un hecho delictivo, atendemos al victimario y olvidamos a la víctima.
«Hecha la ley, hecha la trampa» dice el proverbio. Con esta afirmación
accedemos a la tranquilidad de que, salvo error u omisión, podemos delinquir
sin ser alcanzados por la ley.
Este refrán es una potente estímulo para quienes cuentan como su
principal fuente de ingresos en matar, robar, estafar.
El sentimiento de justicia que nos enseñan cuando ingresamos a la vida
es mucho más optimista, casto, puro.
Los padres, maestros, libros, cine, no se cansan de decir y «demostrar»
que los bandidos siempre son apresados por una policía que está deseosa de
salir corriendo de sus autos, sudar, luchar cuerpo a cuerpo arriesgando sus
vidas, exponerse a violar los reglamentos, con tal de apresar al supuesto
culpable.
Claro que no faltan los pesimistas, negativos o malintencionados que
susurran «Quien tiene dinero suficiente, es inocente».
Personas que parecen buenos ciudadanos asesoran ante algún problema
legal que todo dependerá de la habilidad del abogado defensor y de quién sea el
juez que trate el caso.
¡Caramba! En algo tan delicado como es la cuestión legal ¿hay más de una
biblioteca? Ante un mismo delito, alguien puede ser castigado y otro absuelto.
¡A nosotros nos habían informado otra cosa!
Además, si sabemos que todos necesitamos ser amados, reconocidos,
mirados, observados, cuando las circunstancias crean una víctima y un
victimario, toda la atención recae sobre este último. Quien sufrió el daño es
abandonado, sólo se preocupan por él los seres queridos que pueda tener, pero
toda la atención, el protagonismo, las cámaras y micrófonos se concentran en el
supuesto culpable.
Recordemos que en nuestra cultura, por definición judeo-cristiana, todos somos culpables, pecadores y deudores,
por lo tanto, si con alguien nos vamos a identificar es con el delincuente. La
víctima, algo habrá hecho.
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