Otras veces he contado anécdotas de cuando vivíamos con mis padres y mis primos en la casa de mis abuelos.
Una tía divorciada, otra que estaba por
casarse con un hombre que me resultaba muy divertido, otra separada de su
marido que vivía en una habitación con su hija de cuatro años, un tío solterón
que con los años, y nadie se explica cómo, logró decirle a la madre, sin abrir
la puerta de su dormitorio:
—Mañana me caso, vieja—, y hasta yo, que no
entendía mucho de nada, me pareció algo insólito.
Por suerte la casa era muy grande y había un
dormitorio para cada uno, un cuartucho que le decíamos «de los Reyes» porque tenía
apilados juguetes de tiempos inmemoriales, una cocina grande, un baño muy
precario, como toda casa antigua, un fondo con una higuera ideal para treparla
y un perro pointer incapaz de perseguir una perdiz caminando.
Siempre había gente entrando y saliendo. Hasta
hoy extraño aquella especie de feria, de carnaval, de kermese.
Dos de mis tías recibían «amigos» y yo les echaba gotitas de limón a
las camas para que, cuando «se acariciaran», produjeran ese ruido tan excitante
para mentes creativas como la mía.
Una vez,
por ejemplo, vino un «amigo» de mi tía la divorciada con una hija y le trajo a
su futura hijastra unas piedritas que él había sacado del río para que ella
jugara, que allá fueron a parar al cuartucho «de los Reyes» tan pronto el
generoso galán se fue.
La vida era
agitada, divertida, con algunos altercados a gran volumen, porque los italianos
somos gritones hasta la vigésima generación.
Una noche,
ya nos habíamos acostado cuando sentimos que la hermana soltera gritó:
—Mariana,
poné el canal cuatro que están hablando del novio aquel que no volvió más.
Efectivamente,
aquel pobre hombre había sido acribillado a balazos, aparentemente por un
«ajuste de cuentas».
Como casi
lo teníamos olvidado, la mala noticia no produjo insomnios.
Un par de
semanas después siento que Mariana se levanta de madrugada, se lleva algo por
delante y fui a ver qué le pasaba.
Me miró con
mala cara pero enseguida reaccionó y pidiéndome silencio con el dedo índice me
llevó al cuartucho «de los Reyes».
Cerró la
puerta y me dijo:
— Tratá de
encontrar las piedritas aquellas que el estúpido que mataron el otro día le
trajo a Laurita.
No pude
buscar nada porque el perfume que tenía mi tía era fascinante, embriagador y me
dejó tan enloquecido que me fui al baño a «tranquilizarme».
Cuando al
día siguiente almorzábamos todos juntos, entre otros temas alguien dijo:
—Vieron que
aquel pobre infeliz que mataron había robado un diamante enorme que sigue sin
aparecer?
A Mariana
se le transformó la cara, pero no dijo ni «esta boca es mía».
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