Un flautista huraño, vivía en las calles, rehusaba ingresar a los albergues, no quería apartarse de sus bolsas de nylon llenas de fotos antiguas y trocitos de madera.
Contra todo lo supuesto, él era donante de dinero a
otros mendigos que lo seguían como almas prematuramente abandonadas por sus
cuerpos terrenales.
De este extraño personaje, se contaban muchas
historias, leyendas urbanas, prontuarios, se le imaginaban países de origen,
títulos nobiliarios y universitarios.
Lo importante era que su flauta no sonaba como otras.
Él extraía sonidos que los expertos musicólogos, nunca habían escuchado.
Los sonidos tenían un matiz que podría provenir de
cómo estaba fabricada, del tipo de madera o de alguna particularidad en la boca
o en la técnica del bohemio intérprete.
Cierta vez, un grupo de bandoleros quiso robársela,
pero los bien alimentados vagabundos, reaccionaron como un cuerpo de élite y
pusieron en fuga a los ladrones.
El poder económico del flautista provenía de las
limosnas recibidas en una bolsa de nylon que ponía frente a sí para quienes
quisieran dejar alguna moneda.
En dos o tres horas, la bolsa se llenaba, los mendigos
se arrimaban silenciosos y mirando las manos dadivosas, recibían su puñado de
monedas surtidas.
Cada tanto, el sonido cambiaba tan ligeramente, que
sólo dos expertos lo detectaban.
Los asombrosos sonidos de la flauta continuaron
cambiando cada poco tiempo y los elegantes musicólogos prácticamente impedían
con su presencia, la aproximación de la gente común.
El extraño flautista murió y, previo contrato de
sustento vitalicio con el grupo de élite, el instrumento y demás pertenencias
pasaron a manos de los musicólogos, quienes dentro del tubo de madera
encontraron pequeñísimas estatuillas intercambiables de quienes fueran sus
compañeros, amigos, socios, guardaespaldas y beneficiarios.
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