«Tus ojos son dos luceros»; «Sus cabellos de
oro…»; «Sin el ventilador, nos asamos de calor».
Las
oraciones anteriores contienen una metáfora porque se comparan el brillo o
tamaño de unos ojos, con estrellas, el
color amarillo del pelo con un metal precioso y el calor del ambiente con el
necesario para cocinar alimentos.
En este
caso se usa la metáfora con fines estéticos (poéticos), pero también se
producen metáforas involuntarias cuando comparamos inconscientemente dos
personas, cosas o situaciones, que objetivamente no están vinculadas.
Esto nos
sucede todo el tiempo y si no las percibimos es, sobre todo, porque son
disparatadas.
Sin
embargo, tampoco percibimos esas metáforas, porque nuestro deseo inconsciente
no quiere compararlas.
Haré una
breve descripción de qué nos ocurre.
Nacemos muy
vulnerables y dependientes de los demás en un 99%.
Ese estado
de debilidad nos induce a magnificar (valorar, exaltar, enaltecer), los
cuidados maternos.
Aunque en
los hechos la madre sólo responde a un mandato instintivo reforzado por un
mandato social (cuida a su niño porque no podría dejar de hacerlo), todos nos
quedamos con la sensación de que ella nos salvó la vida.
Estos
sentimientos, muy estimulados por la potente energía que nos aporta el instinto
de conservación, convierten al vínculo con mamá, en algo especialísimo.
A medida
que crecemos, notamos que no estamos solos con ella y que además, ella no está
interesada sólo en su hijo pequeño.
El
principal visitante en el mundo
infantil es el padre, quien carga con la culpa
de ser el responsable de que perdamos el protagonismo que teníamos con mamá.
A partir de
ese momento, queda en nuestra mente la sensación de que toda frustración que
nos ocurra, proviene de un ser (metafóricamente)
despreciable llamado papá, ladrón número uno (de mamá), responsable metafórico de
cualquier molestia, carencia, disgusto, pérdida.
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