jueves, 5 de julio de 2012

La impopular figura paterna


«Tus ojos son dos luceros»; «Sus cabellos de oro…»; «Sin el ventilador, nos asamos de calor».

Las oraciones anteriores contienen una metáfora porque se comparan el brillo o tamaño de unos ojos,  con estrellas, el color amarillo del pelo con un metal precioso y el calor del ambiente con el necesario para cocinar alimentos.

En este caso se usa la metáfora con fines estéticos (poéticos), pero también se producen metáforas involuntarias cuando comparamos inconscientemente dos personas, cosas o situaciones, que objetivamente no están vinculadas.

Esto nos sucede todo el tiempo y si no las percibimos es, sobre todo, porque son disparatadas.

Sin embargo, tampoco percibimos esas metáforas, porque nuestro deseo inconsciente no quiere compararlas.

Haré una breve descripción de qué nos ocurre.

Nacemos muy vulnerables y dependientes de los demás en un 99%.

Ese estado de debilidad nos induce a magnificar (valorar, exaltar, enaltecer), los cuidados maternos.

Aunque en los hechos la madre sólo responde a un mandato instintivo reforzado por un mandato social (cuida a su niño porque no podría dejar de hacerlo), todos nos quedamos con la sensación de que ella nos salvó la vida.

Estos sentimientos, muy estimulados por la potente energía que nos aporta el instinto de conservación, convierten al vínculo con mamá, en algo especialísimo.

A medida que crecemos, notamos que no estamos solos con ella y que además, ella no está interesada sólo en su hijo pequeño.

El principal visitante en el mundo infantil es el padre, quien carga con la culpa de ser el responsable de que perdamos el protagonismo que teníamos con mamá.

A partir de ese momento, queda en nuestra mente la sensación de que toda frustración que nos ocurra, proviene de un ser (metafóricamente) despreciable llamado papá, ladrón número uno (de mamá), responsable metafórico de cualquier molestia, carencia, disgusto, pérdida.

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