El padrino que quiso propasarse con ella cuando
la vio tan hermosa en la fiesta de sus quince años, le consiguió un empleo en
una oficina del estado dedicada a reprimir la delincuencia, pero sobre todo a
lograr que las víctimas se sientan suficientemente vengadas por la mano dura,
cruel y justiciera del estado todopoderoso.
Su trabajo consistía en atender el teléfono
sin ser exactamente una telefonista. Había sido adiestrada para apaciguar a los
ciudadanos más mediáticos, capaces de provocarle algún costo político al
partido de gobierno del padrino abusador.
Romina soñaba con visitar Estados Unidos
porque desde pequeña había recibido más información de Hollywood que del
colegio.
Los hombres le gustaban sólo si eran creados
por su fantasía.
Es así que tuvo
sexo con varios cantantes mientras escuchaba sus canciones a todo volumen.
Pocas veces sintió algo de culpa por
masturbarse imaginando escenas muy escabrosas con Andy Gibb, Paul McCartney,
Tom Jones.
Quiso hacerlo con Jesús pero la barba le
recordó al padrino.
Estas secretas aventuras la mantenían feliz y
no necesitaba más.
Cuando los ahorros se lo permitieron, visitó el país de sus sueños.
Fue
a un concierto de los Bee Gees que la hizo delirar,
recargar insumos para las fantasías eróticas y hasta logró que Barry Gibb
accediera a secarse el sudor con un pañuelo que ella le alcanzó (imágenes).
Con casi cuarenta años de vida sin grandes
cambios, al volver del entierro del interminable padrino encontró las señales
inequívocas de que habían entrado ladrones.
Sintió en todo el cuerpo lo que tantas veces
le habían contado telefónicamente las víctimas más expresivas. Le temblaron las
rodillas por un pensamiento aterrorizador. Corrió al dormitorio, abrió la mesa
de luz, se aferró al pañuelo con el sudor de Barry Gibb y lloró de felicidad
porque los muy estúpidos no se habían llevado lo único valioso.
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