Los votantes apoyan a quien les dice lo que quieren oír y
quieren oír que el gobernante hará lo que harían ellos si tuvieran tanto poder.
En otros artículos (1) he mencionado algo
sobre nuestras aspiraciones de recibir beneficios gratuitamente (salud y
educación), incluyendo en ellos alguna mención sobre que tal gratuidad es poco
probable aunque nos quedemos con la sensación de que hemos recibido un servicio
sin costo.
Una mayoría de personas (al menos en
Latinoamérica), tiene la sensación de que los políticos son personas muy
poderosas y que pueden ser buenos administradores del poder.
Uno de los sueños más difundidos entre los
pequeños poseedores de poder es que los ricos paguen o devuelvan toda su
fortuna, para que en el reparto los pobres puedan terminar definitivamente con
las carencias que los abruman.
El modelo perfecto está en la leyenda de Robin
Hood, quien en alguna época le robó con audacia a los ricos para repartir con
generosidad entre los pobres.
Exactamente este modelo es el que predomina en
las promesas preelectorales.
Como los modestos votantes suponen que si
tuvieran suficiente poder les quitaría toda la riqueza a los ricos para
repartirla entre sus hermanos los pobres, suponen que los políticos cumplirán
su promesa de «repartir
mejor», de «terminar con las injusticias distributivas», «de exigirle a quien
más tiene para darle al que menos tiene».
Si los
pobres no soñaran con practicar ellos mismos el rol de Robin Hood, no
aceptarían como promesas válidas la expropiación, confiscación,
nacionalización, cancelación de privilegios, decomisos, incautación y otras
formas de robo legalizado y romántico.
Los
políticos, antes y después de llegar al poder, no tienen más remedio que decir
lo que sus votantes piden que digan: «robaremos a los ricos y repartiremos
entre los pobres», pero en la realidad no podrán hacerlo.
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