miércoles, 11 de julio de 2012

Robin Hood, presidente


Los votantes apoyan a quien les dice lo que quieren oír y quieren oír que el gobernante hará lo que harían ellos si tuvieran tanto poder.

En otros artículos (1) he mencionado algo sobre nuestras aspiraciones de recibir beneficios gratuitamente (salud y educación), incluyendo en ellos alguna mención sobre que tal gratuidad es poco probable aunque nos quedemos con la sensación de que hemos recibido un servicio sin costo.

Una mayoría de personas (al menos en Latinoamérica), tiene la sensación de que los políticos son personas muy poderosas y que pueden ser buenos administradores del poder.

Uno de los sueños más difundidos entre los pequeños poseedores de poder es que los ricos paguen o devuelvan toda su fortuna, para que en el reparto los pobres puedan terminar definitivamente con las carencias que los abruman.

El modelo perfecto está en la leyenda de Robin Hood, quien en alguna época le robó con audacia a los ricos para repartir con generosidad entre los pobres.

Exactamente este modelo es el que predomina en las promesas preelectorales.

Como los modestos votantes suponen que si tuvieran suficiente poder les quitaría toda la riqueza a los ricos para repartirla entre sus hermanos los pobres, suponen que los políticos cumplirán su promesa de «repartir mejor», de «terminar con las injusticias distributivas», «de exigirle a quien más tiene para darle al que menos tiene».

Si los pobres no soñaran con practicar ellos mismos el rol de Robin Hood, no aceptarían como promesas válidas la expropiación, confiscación, nacionalización, cancelación de privilegios, decomisos, incautación y otras formas de robo legalizado y romántico.

Los políticos, antes y después de llegar al poder, no tienen más remedio que decir lo que sus votantes piden que digan: «robaremos a los ricos y repartiremos entre los pobres», pero en la realidad no podrán hacerlo.



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