Las personas espirituales intentan inútilmente librarse de los sufrimientos que recibimos del cuerpo (enfermedad, tortura, cárcel, explotación, envejecimiento, muerte).
En un artículo anterior (1) compartía con
usted una hipótesis referida a esa creencia popular (casi universal) según la
cual los seres humanos estamos compuestos por una parte material llamada cuerpo
y otra parte inmaterial llamada espíritu o alma.
Esta suposición está llena de consecuencias,
implicancias, derivaciones. Es muy difícil imaginar cómo sería la humanidad si
esa abrumadora mayoría dejara de creer en el dualismo cartesiano (2), esto es,
en que estamos constituidos por la suma de una parte medible (el cuerpo, res extensa) y otra parte inmaterial (el
espíritu, res cogitans).
La hipótesis que les comenté en el primer
artículo (1) según la cual la creencia en el espíritu está sostenida por
nuestra anhelo de evitar el poder que los demás puede ejercer sobre nuestro
cuerpo por ser material, tiene por lo menos una consecuencia potencialmente causante
de la pobreza patológica en tanto ese apego a
nuestra inmaterialidad imaginaria también tiene por objetivo no ser robados.
En
efecto, quienes se desesperan de sólo imaginar que pueden ser privados de algo
que poseen, seguramente serán muy cuidadosos y obsesivos protectores de sus
posesiones así como también no faltarán quienes opten por una manera aún más
segura de no ser robados, esto es, no tener bienes robables.
Obsérvese
cómo en los hechos el razonamiento intuitivo puede ser muy coherente y que podría
ser pensado con esta oración: «Valoro mi espíritu porque a él nadie puede
encarcelarlo, torturarlo, enfermarlo y valoro mi pobreza porque si no tengo
bienes, nadie podrá robarme, pedirme limosna o cobrarme impuestos».
La
pobreza por exceso de espiritualidad puede tener su origen en la imposibilidad
de aceptar la pérdida de los
cuidados maternales (no asumir la castración).
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