sábado, 30 de junio de 2012

Quien roba a un ladrón merece perdón


En varias ocasiones (1) me he referido a la capacidad metafórica que tiene (o padece) nuestro pensamiento.

Los poetas son personas que tienen especialmente desarrollado este funcionamiento-padecimiento.

Para ellos, el amor es como un pájaro, la vida es un tren que un día llega a destino, la mujer es un ser mítico, irreal, mágico.

Lejos de considerar estos apartamientos de la racionalidad como algo peligroso, se los aplaude, compramos sus libros, alguien les agrega música para que todos cantemos.

Exactamente lo mismo ocurre con un delincuente, aunque la respuesta social es exactamente la contraria.

Los poetas que hacen metáforas contrarias a la ley (al bien público, los antisociales), son reprimidos, castigados y encarcelados ... porque no se han encontrado aún soluciones menos crueles y antipoéticas.

En su fuero interno, un ladrón puede estar seguro de que sólo trata de recuperar lo que le quitaron, lo que se merece por legítimo derecho.

Él no sabe por qué roba, o quizá dé explicaciones copiadas de lo que otros le informan, pero inconscientemente está cumpliendo la sentencia del título: «Quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón».

Los casos más elocuentes se observan entre personas que no parecen necesitar el objeto del que se apoderan.

Esos objetos (artículos de una tienda, vehículos, joyas), seguramente representan (son metáfora de) el amor que no sienten recibir.

Efectivamente, un análisis desapasionado, nos llevará a esa conclusión en nueve de cada diez casos.

El fenómeno siempre ingresa en un círculo vicioso, porque el delincuente cada vez recibe más rechazo y —como no sabe lo que está buscando inconscientemente—, queda atrapado en una conducta, que será irreversible, excepto que las circunstancias satisfagan su verdadero deseo de amor.

Conclusión: Cuando el amor frustrado se simboliza, tenemos poesía, pero cuando se actúa, podemos tener delincuencia.

 
El adulto con título habilitante


¿Cuánto pesa Urano?

En otoño los árboles tienen calvicie

 

El fútbol es un calmante


Aunque hace siglos que los humanos jugamos con un objeto redondo para introducirlo a patadas dentro de algo, fueron los ingleses los inventores del fútbol que conocemos hoy en día.

Como vemos, no fueron creativos para darle un nombre, pues se limitaron a juntar dos palabras alusivas. Sumaron foot y ball (pie y pelota), dando por resuelto el asunto.

Claro que los hispanos tampoco hicimos un gran aporte, porque sólo tradujimos literalmente. Sumamos balón más pie y ¡listo!: balompié.

En otro artículo titulado Los descuidistas se llevan el trofeo  les comentaba que, en tanto la estrategia principal de este juego consiste en replegarse defensivamente y esperar algún error del contrario para «perjudicarlo» y de esta manera asegurar nuestro éxito, podría pensarse que esa mayoría de fanáticos, ven en esa actitud una teatralización (alegoría) de su filosofía de vida.

Observemos la oposición radical que existe entre esta apasionante exhibición deportiva y lo que habitualmente se propone para mejorar las relaciones de intercambio entre personas o entre países.

La técnica de negociación más elemental consisten en asegurar beneficios recíprocos. El vínculo perdura sólo cuando ambos ganan.

Es probable que el fútbol canalice las frustraciones de varios deseos que no pueden satisfacerse en la vida laboral o comercial.

Nuestra aspiración es tan depredadora como la de otros animales.

La propiedad privada no está en nuestros genes.

Nuestro niño interior cree que todo le pertenece y acepta, con cierta resignación que, por debilidad, no pueda defender más que una pequeña parte del planeta.

Cada uno es dueño de lo que es capaz de conquistar primero y defender después.

Cuando llegamos al mundo, no tenemos nada. Luego vamos haciendo todas las conquistas que podemos y nos quedamos con las que nuestra fuerza nos permite retener.

Igual que en el fútbol.

Impartir justicia es imposible


En artículos anteriores (1) les comentaba que los humanos tenemos la tendencia a suponer que lo que necesitamos, deseamos y pensamos, es lo único posible. Con este criterio, suponemos que todos aman a quienes amamos y eso nos hace arder de celos.

En un segundo artículo (2), lo decía desde otro punto de vista: en la creencia de que los demás necesitan, desean y piensan idénticamente a nosotros, encomendamos la satisfacción de una aspiración personal en alguien diferente, con otros criterios, otra forma de ser.

Hace milenios que los legisladores piensan cómo terminar con los daños irreparables que provocan las acciones delictivas de algunos seres humanos.

Inicialmente, existían el régimen de la represalia ejemplarizante. Aunque este criterio aún existe en nuestras mentes, ha dejado de usarse. Por ejemplo, si alguien robaba una gallina o causaba una ofensa al honor, o lo que fuera, el arancel básico para reparar el daño o el ultraje, era la muerte del victimario.

Luego, la humanidad avanzó y creó la Ley del Talión, ideal por su sencillez: «Ojo por ojo, y diente por diente». De esta forma, quien robó una gallina, tenía que devolverla; quien ofendió, tenía que pedir, perdón.

En el año cero de nuestro era, Jesús Cristo dulcificó aún más la justicia, pero se extralimitó al punto de perder seriedad. Nadie en su sano juicio cumple la propuesta simplificada en la frase: «Si te golpean una mejilla, pon la otra».

Actualmente, en la creencia de que todos necesitamos, deseamos y pensamos lo mismo, ordenamos a nuestros representantes legisladores que impongan aquellas sanciones que atemorizan (disuaden, inhiben) a los ciudadanos, que por algún motivo, nunca delinquen.

El razonamiento popular (luego convertido en ley) es: «Lo que no me gusta para mí, no le gustará a los delincuentes». ¡Error! Nuestras necesidades, deseos y pensamientos, son muy diferentes.

   

viernes, 29 de junio de 2012

El destino de Laura


Laura acusó a Mario, convencida de que estaba estafando a su padre en la empresa que habían fundado antes del casamiento.

Ella sabía que le exigía demasiado y que él estaba tan enamorado, que no podía negarse a ninguno de sus caprichos.

Cada pocos meses le regalaba alhajas muy costosas que, cuando Laura pudo razonar, se dio cuenta de que él nunca podría haberlas comprado con los retiros mensuales declarados.

La noticia voló de boca en boca y casi todos opinaron que ella no tendría que haberlo denunciado a la justicia. «La ropa sucia se lava en casa», decían.

Hasta el mismo padre le hizo ver que todo el dinero robado lo tenía ella convertido en joyas de muy buen gusto, pero Laura era implacable y para peor, se enorgullecía de serlo.

Mario fue condenado a dos años de prisión y los trámites para el divorcio comenzaron casi enseguida.

La hija de ambos, de 13 años,  se enojó mucho con su madre. Eso plantó la semilla de una longeva enemistad.

El anciano alquiló un confortable apartamento para que ambas vivieran sin que les faltara nada.

La arrogancia de Laura subió un poco más, al notar que los familiares y amigos la criticaban pero sin animarse a enfrentarla.

Todo transcurría relativamente mal, hasta que apareció Renato.

Por primera vez en sus 36 años, Laura se dio cuenta de que no era tan omnipotente y que un desaliñado amante de la poesía, dientes amarillos y cuatro años más joven, la condujo al enamoramiento más subordinante.

La anestesia que tenía de nacimiento, se evaporó. Lo que sentía la hacía canturrear o llorar varias veces por día.

Renato y su hija tenían un vínculo preocupante. Se enviaban mensajes de texto de un dormitorio a otro y se reían sin incluirla. Así conoció en llaga propia, «los celos de la gente cursi».

Este infierno paradisíaco duró hasta que él desapareció llevándose las joyas que le había regalado Mario.

Los amantes de mi cónyuge


Que los celos existen, no es una mera creencia.

La pérdida del amor produce miedo, inseguridad, furia por impotencia.

Es muy probable que necesitemos ser celosos para conservar nuestra vida.

Si el recién nacido no arma un escándalo cada vez que su mamá sale de su campo visual, podría llegar a perderse, ser robado, quedar expuesto a peligros.

El llanto es una señal de alarma como las que hemos inventado para prevenir incendios, robos y demás accidentes.

Los celos también son una señal de alarma, que nos avisa que podemos ser abandonados.

De todos modos, las falsas alarmas terminan siendo un problema más que la prevención de un accidente.

Si alguien pasa fumando cerca de una alarma contra incendios demasiado celosa, quizá obligue a evacuar un edificio de varios pisos, innecesariamente.

La sensibilidad más adecuada está dentro de un rango que se vuelve normal porque es la que posee una mayoría de personas.

Alguas particularidades psicológicas, favorecen la existencia de una sensibilidad a-normal (fuera del rango de sensibilidad más común).

Quienes están convencidos de que sus gustos y preferencias son —o deben ser— las universales, están en problemas.

Me refiero a quienes no pueden entender cómo existen personas que —por ejemplo—, no disfrutan del fútbol, la cumbia y la carne de vacuno asada.

Estas personas necesitan suponer que sus códigos personales (gustos, ideas, creencias), son los normales, lo únicos sanos, los perfectos.

Seguramente usted conoce personas así.

Están tan seguros de esas suposiciones, que han dejado de preguntar a los demás si están o no de acuerdo con sus propuestas.

Peor aún: estas personas, no pueden imaginar que existan quienes no estén enamorados de su cónyuge.

Por lo tanto, estos individuos pensarán así: todos amamos el fútbol, la cumbia, la carne de vacuno asada y a mi cónyuge.

El malvado gigante fue vencido por el niño-héroe


Es tan abundante el material sobre las molestias que tenemos que sufrir para que el fenómeno vida no se interrumpa, que creé un blog llamado Vivir duele.

Efectivamente, parece ser que el fenómeno vida depende de que hagamos cosas provocadas por la naturaleza, que nos estimula con molestias que pueden aliviarse si hacemos algo (comer, dormir, fornicar, rascarnos, correr, quedarnos quietos).

No podemos olvidar que todos los seres vivos formamos parte de la naturaleza. Por este motivo, tanto somos receptores de esas molestias como somos provocadores de dolor en otros seres vivos (podar, matar para consumir,  alterar los ecosistemas, educar a nuestros hijos aunque se resistan).

Es probable que la prohibición del incesto que hemos inventado los humanos (y cuyo origen y justificación se desconocen), molesta mucho a los niños que desearían conservar eternamente la comodidad de la vida familiar.

Un padre ejerce su rol en tanto desee a la madre de sus hijos. No cumple su rol en tanto esté interesado en otros asuntos que impliquen dejársela  a sus hijos.

Ese grandote gruñón (eficazmente representado en la literatura infantil precisamente por algún ogro, cruel y malvado, que felizmente termina siendo vencido por algún pequeño héroe), tiene que raptar a su esposa de la unión casi biológica que ésta conserva con sus hijos.

Cuando el padre malvado le roba a sus hijos la mujer que quieren para ellos solos, entonces estos no tienen más remedio que empezar a prepararse para conseguir en otra familia el amor que en la suya no consiguen con la abundancia que anhelan.

La naturaleza usa a los padres (varones) para molestar a los hijos hasta que aprendan a valerse por sí mismos.