viernes, 15 de junio de 2012

Quien mata primero, come


El instinto de conservación nos impone dos criterios bien fáciles de comprender:

1º. Necesitamos comer.
2º. Necesitamos no ser comidos.

Con el 1º estoy abarcando todo lo que necesitamos del mundo exterior. Tanto sea comer un vegetal, abrigarnos con la lana de una oveja, que alguien seque amorosamente nuestras lágrimas.

Con el 2º estoy abarcando todo lo que tenemos que evitar para que otros no pongan en riesgo nuestra existencia. Tanto sea que un león no nos coma, que alguien no robe nuestro abrigo, que alguien abuse de nosotros (explotación, violación, injusta culpabilización).

Lo que tienen en común estos dos criterios que nos impone nuestro instinto de conservación es la agresividad, en un caso aplicada por nosotros y en el segundo recibida de otros.

Existe un proverbio que nos paraliza: «No le hagas a los demás lo que no quieras que otros te hagan a ti».

Si aceptamos que la naturaleza nos obliga a matar para poder comer (un vegetal o un animal), y que tenemos que exigir (mediante el llanto, la reclamación gremial, la demanda judicial) que otros nos entreguen lo que necesitamos, estamos haciendo contra otros lo que no querríamos padecer.

Sin embargo, no hay más remedio que transgredir esa norma de hierro, haciéndole a los demás (vegetales, animales, personas) lo que no nos gustaría que nos hicieran.

La naturaleza nos obliga a ser incoherentes o estamos definiendo mal qué es ser incoherente.

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