La vida siempre estuvo expuesta a peligros.
Desde que el mundo es mundo, corremos el riesgo de que
alguien nos ataque, nos robe, nos pegue, nos ofenda.
Aunque son circunstancias muy desagradables, debemos asumir
que forman parte de la
normalidad. No reconocerlo equivale a privarse de muchas
experiencias necesarias o divertidas: Salir a trabajar, a divertirse, a pasear,
a llevar a nuestros hijos al colegio o simplemente sentarnos en la puerta para
ver cómo van y vienen los otros iguales a nosotros.
Esta mínima fortaleza para enfrentar los peligros milenarios
de vivir en sociedad, podría hacerse extensiva a otra fortaleza igualmente necesaria.
Más que fortalecer nuestros músculos levantando objetos
pesados, o más que exigirnos mucha resistencia física corriendo quilómetros, es
muy pero muy bueno aumentar nuestra resistencia a la frustración.
¿Para qué sirve? Nada menos que para tomar más riesgos, para
ser más aventureros, para poder vincularnos con más gente, para poder hacer
propuestas audaces, para enriquecernos con el contacto afectivo y físico con
personas nuevas, diferentes cada día.
Todo esto suele no hacerse porque somos débiles ante las
frustraciones. Inclusive las personas mejor desarrolladas físicamente pueden
ser penosamente vulnerables a una desilusión o a un frustrante “no” y para
evitarlo, no se vinculan: tienen hermosos cuerpos para disfrutarlos solamente
con el espejo.
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