En varios artículos (1) digo que el libre albedrío es una construcción
social (una creencia oficial, una ideología, una doctrina) para poder imponer
normas de convivencia que parezcan justas, razonables, exigibles.
Alguna vez
nos pusimos de acuerdo en que teníamos que aceptar esta creencia para poder
convivir.
Desde otro
punto de vista, creemos que somos libres de hacer lo que deseemos aunque
después no podamos hacerlo porque las normas de convivencia nos lo prohíben.
En otras
palabras, cuando llegamos al mundo —sin que alguien nos haya consultado sino
porque nuestros padres nos gestaron—, recibimos el siguiente mensaje de
bienvenida: «Puedes hacer lo que tu quieras excepto que esté expresamente
prohibido».
En suma,
inventamos la creencia en el libre
albedrío para justificar que encontremos culpables de ciertas acciones que
nos perjudican (crímen, robo, violación) y sentirnos autorizados a influir
sobre los culpables con ciertos procedimientos (privación de libertad, reeducación,
castigos corporales, multas, pérdida de privilegios).
Lo que en
realidad sucede es que algunos ciudadanos poseen ciertas características que
estimulan al resto para reprimirlos, perjudicarlos, mortificarlos.
Cuando
realizamos estas acciones sobre esos ciudadanos, sentimos una especie de
alivio, de tranquilidad y hasta de satisfacción: «¡cómo me alegra que hayan
encontrado al responsable y que le hayan privado de la libertad por 15 años!»
Este placer
provoca un espíritu festivo porque el malestar colectivo se atenúa, cada
ciudadano recupera el bienestar del que carecía mientras el culpable se
escudaba en el anonimato para no recibir el castigo merecido.
Claro que
los ciudadanos —por carecer del libre
albedrío— no somos culpables de ser vengativos.
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