Laura acusó a Mario, convencida de que estaba estafando a su padre en la empresa que habían fundado antes del casamiento.
Ella sabía que le exigía demasiado y que él
estaba tan enamorado, que no podía negarse a ninguno de sus caprichos.
Cada pocos meses le regalaba alhajas muy
costosas que, cuando Laura pudo razonar, se dio cuenta de que él nunca podría
haberlas comprado con los retiros mensuales declarados.
La noticia voló de boca en boca y casi todos
opinaron que ella no tendría que haberlo denunciado a la justicia. «La ropa sucia se lava en casa»,
decían.
Hasta el
mismo padre le hizo ver que todo el dinero robado lo tenía ella convertido en
joyas de muy buen gusto, pero Laura era implacable y para peor, se enorgullecía
de serlo.
Mario fue
condenado a dos años de prisión y los trámites para el divorcio comenzaron casi
enseguida.
La hija de
ambos, de 13 años, se enojó mucho con su
madre. Eso plantó la semilla de una longeva enemistad.
El anciano
alquiló un confortable apartamento para que ambas vivieran sin que les faltara
nada.
La
arrogancia de Laura subió un poco más, al notar que los familiares y amigos la
criticaban pero sin animarse a enfrentarla.
Todo
transcurría relativamente mal, hasta que apareció Renato.
Por primera
vez en sus 36 años, Laura se dio cuenta de que no era tan omnipotente y que un
desaliñado amante de la poesía, dientes amarillos y cuatro años más joven, la
condujo al enamoramiento más subordinante.
La
anestesia que tenía de nacimiento, se evaporó. Lo que sentía la hacía
canturrear o llorar varias veces por día.
Renato y su
hija tenían un vínculo preocupante. Se enviaban mensajes de texto de un
dormitorio a otro y se reían sin incluirla. Así conoció en llaga propia, «los
celos de la gente cursi».
Este
infierno paradisíaco duró hasta que él desapareció llevándose las joyas que le
había regalado Mario.
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