viernes, 29 de junio de 2012

El destino de Laura


Laura acusó a Mario, convencida de que estaba estafando a su padre en la empresa que habían fundado antes del casamiento.

Ella sabía que le exigía demasiado y que él estaba tan enamorado, que no podía negarse a ninguno de sus caprichos.

Cada pocos meses le regalaba alhajas muy costosas que, cuando Laura pudo razonar, se dio cuenta de que él nunca podría haberlas comprado con los retiros mensuales declarados.

La noticia voló de boca en boca y casi todos opinaron que ella no tendría que haberlo denunciado a la justicia. «La ropa sucia se lava en casa», decían.

Hasta el mismo padre le hizo ver que todo el dinero robado lo tenía ella convertido en joyas de muy buen gusto, pero Laura era implacable y para peor, se enorgullecía de serlo.

Mario fue condenado a dos años de prisión y los trámites para el divorcio comenzaron casi enseguida.

La hija de ambos, de 13 años,  se enojó mucho con su madre. Eso plantó la semilla de una longeva enemistad.

El anciano alquiló un confortable apartamento para que ambas vivieran sin que les faltara nada.

La arrogancia de Laura subió un poco más, al notar que los familiares y amigos la criticaban pero sin animarse a enfrentarla.

Todo transcurría relativamente mal, hasta que apareció Renato.

Por primera vez en sus 36 años, Laura se dio cuenta de que no era tan omnipotente y que un desaliñado amante de la poesía, dientes amarillos y cuatro años más joven, la condujo al enamoramiento más subordinante.

La anestesia que tenía de nacimiento, se evaporó. Lo que sentía la hacía canturrear o llorar varias veces por día.

Renato y su hija tenían un vínculo preocupante. Se enviaban mensajes de texto de un dormitorio a otro y se reían sin incluirla. Así conoció en llaga propia, «los celos de la gente cursi».

Este infierno paradisíaco duró hasta que él desapareció llevándose las joyas que le había regalado Mario.

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