Los domingos de tarde son fatales para un
carterista.
Me quedan
sólo cuatro cigarros y recién son las tres de la tarde. Pensar en vestirme para
ir al quiosco me parece algo insoportable.
Esta
pensión está en ruinas. Acá deben de haber vivido hasta personas que hoy le dan
nombre a algunas calles.
¡Ja! Al
edificio se le cae el revoque y la categoría de sus ocupantes.
La
naturaleza me jugó una mala pasada. Estas manos son las responsables de que yo
esté acá, entre la mugre, el olor a humedad, las paredes despintadas, la cama
hundida.
No saben
hacer otra cosa que tomar sigilosamente los billetes de los estúpidos.
Cuando en
el liceo le saqué la libreta de calificaciones al profesor de física para
arreglar todo lo que había escrito y devolvérsela, descubrí que ésta era mi
fuente de recursos.
Mientras
tuve una visión optimista de la vida pensé que triunfaría como ilusionista.
Pero no, el embaucado fui yo. Nada de plateas ovacionando mi destreza sino más
bien algún policía con mirada paranoica.
Me deprimen
los domingos de tarde y sobre todo darme cuenta que vivo miserablemente
robándole a gente despreciable.
No sé que
es peor, si esta pocilga o tener que robarle a quienes prácticamente me hacen
donaciones como a un mendigo.
La policía
también me desanima. Son tipos lerdos, miopes, ingenuos, panzones, ávidos de
algún soborno.
El único
que a veces me sacaba de la rutina era aquel morochito de bigotes.
Ése era más
hijo de puta que yo. Tenía malicia, mente criminal, un cazador de esos que
dignifican a la presa que cazan.
Pero claro,
como siempre pasa en este país, los mejores se van a lugares mejores.
Ah! Pero
¿por qué no me voy yo también a la ciudad donde él está trabajando? ¡Claro, es
mi solución!
Voy a
comprar cigarrillos.
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