En mi país (Uruguay) hace años que no se hacen filas porque se ha tecnificado lo suficiente como para que este hecho social haya pasado a la historia.
Lo que no se ha tecnificado ha sido la venta de pescado fresco.
Efectivamente, siempre que hago esta compra tengo que esperar mi turno pero no
es una pérdida de tiempo sino todo lo contrario.
Sin ir más lejos el martes pasado esperaba ser atendido junto a tres
ancianos que habían llegado antes que yo.
Ellos hablaban de los ladronzuelos, de los que se aprovechan de un descuido
para robar algo, de los que arrebatan una billetera y corren.
En este cónclave improvisado se concluyó que lo mejor era matarlos a todos
para que no volvieran a delinquir. Acto seguido, solicitaron su pescado y se
retiraron saludando amablemente a los restantes.
Yo también me interesé por el tema pero no me sentí calificado para
intervenir aunque pensé para mis adentros.
La peor condena que se le podría aplicar a una persona es cambiarle el
nombre.
Si al ladrón llamado Juan José Martínez Pérez se lo condena a llamarse
Américo Ricardo González Gómez es probable que nunca más vuelva a robar.
Quizá a usted le parezca algo inefectivo, muy poco disuasivo, pero me temo
que se equivoca. Nadie tolera renunciar a su identidad.
Esto se observa más claramente cuando alguien dice que se quiere curar de
una enfermedad y los sanadores (médicos, psicólogos) encuentran que el
padecimiento es demasiado rebelde.
No es la enfermedad la rebelde, es el paciente que sin saberlo ha
convertido a su asma, su alergia, su fobia, su reumatismo en un rasgo que lo
identifica.
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