lunes, 7 de octubre de 2013

La esclava elige al amo



 
Instintivamente, el macho humano se siente dueño de la mujer que lo eligió como padre de sus hijos.

En varios artículos (1) les he comentado que, muy probablemente sea la mujer la que elige al varón que será padre de sus hijos.

En nuestras culturas, dominadas por la fuerza bruta que aporta un mayor esqueleto muscular presente en el sexo masculino, es necesario pensar que son los varones quienes conquistan a las mujeres.

Todo lo que pensamos de nosotros mismo, nuestras macro-creencias, necesitan una cierta coherencia para que sean creíbles. No tenemos empacho en forzar las percepciones con tal de respetar la coherencia.

Es bastante notorio que son las mujeres las que seducen a los varones, sin embargo, para respetar la coherencia, preferimos decir que son los machos dominantes los conquistadores y que son las hembras dominadas las que, subyugadas ante el esplendor de estos ‘pavos reales’, caen a los pies de sus conquistadores.

Desafortunadamente, o por suerte, son las hembras humanas en celo (ovulando) quienes excitan sexualmente al varón que prefieren para padre de sus hijos.

Pero en este fenómeno ocurre algo interesante, que comparto con ustedes.

Los varones somos cazadores, recolectores, constructores, guerreros, competitivos y, muy especialmente, ladrones. Los varones tenemos escasamente desarrollado el concepto de «propiedad privada ajena» y tenemos híper desarrollado el sentimiento de «propiedad privada propia».

Basta ver las poblaciones carcelarias según los sexos y ninguna otra estadística será necesaria.

Cuando un varón se da cuenta que fue elegido por una mujer para padre de sus hijos, rápidamente se sentirá dueño de ella.

Ella se sentirá instintivamente gratificada por los celos de su nuevo dueño, porque es eso lo que necesita: un varón que literalmente la posea y que, además de fecundarle los hijos que ella desee, se haga responsable como «buen padre de familia».

     
(Este es el Artículo Nº 2.025)

La inteligencia justifica cualquier aberración



  
Nuestra inteligencia también sirve para justificar cualquier aberración. Por esto, algunos apoyan, o no critican, las condenas a muerte.

¿Será cierto que la Revolución Cubana fusiló a miles de opositores?

Tanto podemos pensar que es cierto como que no es cierto.

La duda está en que los humanos tenemos intenciones homicidas reprimidas y no nos extrañaría que algunos semejantes las tengan menos reprimidas que otros.

En algunos artículos publicados he sugerido que el principio de propiedad privada, en nuestra especie, no está tan arraigado como suponemos. Más bien es una norma que nos hemos impuesto para organizar mejor nuestra convivencia, pero que en el fondo, no estamos muy de acuerdo con ella. No es una idea que salga de nuestro instinto, más bien está impuesta por la cultura y, como ocurre con otras imposiciones culturales, estamos permanentemente tentados a transgredirla.

Por estas intenciones es que nos escandalizamos cuando somos víctimas de un robo, pero nos distraemos cuando evadimos impuestos; por estas intenciones es que condenamos la pena de muerte en general, aunque nuestra cabeza se llena de excepciones cuando la indignación nos convierte en homicidas seriales alegando que tendríamos que hacer justicia ejemplarizante.

Las condenas a muerte están inspiradas en un idealismo infantil, según el cual matamos para que «nunca más» ocurra eso que tanto nos molestó.

Los delitos contra la propiedad y contra la vida, (robos y homicidios), intentan ser justificados porque algunos tienen más de lo que necesitan, porque algunos no saben cuidar lo que tienen, porque los ladrones solo se toman demasiadas atribuciones. Asimismo, los asesinos seriales (como podrían ser los líderes de la Revolución Cubana), alegan que, sin esa «limpieza», el objetivo revolucionario quedaría tan mal protegido como el que sufre un robo porque descuida sus bienes.

Nuestra inteligencia también sirve para justificar cualquier aberración.

(Este es el Artículo Nº 2.040)

Los sudamericanos glorificamos el robo exitoso



 
Las revoluciones libertadoras latinoamericanas son ejemplos de robos exitosos que, cada tanto, para homenajear a los héroes, tratamos de imitar

Creo que para una mayoría de hispanoparlantes sería legítimo que el dueño de un establecimiento agropecuario trasladara a la ciudad donde vive la mayor parte de lo que se produce en el campo del que es propietario.

Lo repito al revés: Creo que para una minoría de hispanoparlantes sería ilegítimo y condenable que ese terrateniente estuviera obligado a dejar en su establecimiento agropecuario la mayor parte de lo que en él se produce.

La historia de América tiene algo de parecido al ejemplo anterior. Cuando en 1492 llegaron los españoles, se consideraba que el descubrimiento los hacía propietarios. Por eso la Corona Española se apropió de este continente y se llevó para España todo lo que encontró útil, especialmente metales preciosos.

Sin embargo, muchos nos inflamamos de fervor reivindicativo reclamándole a España que nos devuelva lo que nos robó..., como si los peones de la estancia exigieran al dueño que devuelva la producción que se llevó para la ciudad.

A los sudamericanos nos enseñan que los revolucionarios que nos independizaron fueron héroes a los que tenemos que glorificar eternamente: Simón Bolívar, José de San Martín, Joaquim José da Silva Xavier, Túpac Catarí, José Martí, José María Morelos, José Gervasio Artigas, Francisco Solano López, Óscar Arnulfo Romero, Augusto César Sandino, Juan José Arévalo, Francisco Morazán, Bernardo O’Higgins, Antonio Nariño, Ely Alfaro, Túpac Amarú II, Omar Torrijos.

Cuando digo «glorificar eternamente», también estoy diciendo «copiar eternamente». El mejor homenaje consiste en imitar al homenajeado, tomarlo como ejemplo.

Los revolucionarios son depredadores que, cuando tienen éxito, se convierten en héroes homenajeables e imitables, y que cuando fracasan refuerzan la estabilidad del régimen que intentaron derrocar.

En suma: los sudamericanos glorificamos el robo exitoso.

(Este es el Artículo Nº 2.014)

Un bautismo varonil



 
Aquella tarde de calor insoportable, Mariana volvió de la iglesia y se sentó en el escalón de su casa, sin avisarle a nadie que había vuelto.

Miró la bicicleta estacionada en la puerta y se dijo:

— ¡Qué lindo era el olor de papá cuando todavía me quería!—, al recordar cuando, sentada sobre el travesaño y utilizando la misma almohada sobre la que había dormido, se iban a la escuela, con el aire en la cara, el ruido monótono del mecanismo y el ritmo respiratorio del hombre que sentía sobre el cabello que la madre había peinado con mucho apuro porque tenía que irse a trabajar.

Cuando llegaban a la calle empinada a Mariana se le contraía el estómago y apretaba más fuerte el manubrio intentando colaborar, ingenuamente, con el esfuerzo del padre.

— Si esa bicicleta hablara...—, pensó y sintió un mínimo estremecimiento.

Cuando cumplió once años, Baltasar la invitó a pasear en la misma bicicleta, usando la misma almohada, que ella robó de su cama porque no quería que nadie supiera de la invitación.

Baltasar tenía trece años y modales de más grande, porque sabía actuar como adulto. Al menos para lo que Mariana entendía de adultos a través de sentir la respiración de su papá e imaginarse qué iría pensando mientras la llevaba a la escuela.

En esta ocasión, aunque ella se sentó en el manubrio, el muchacho manejó con tanto cuidado que la hizo sentir segura.

Se sintió segura de no caerse, pero no se sintió segura de qué haría ella si Baltasar quisiera comportarse como un hombre con una mujer. Lo más preocupante era sentir que estaba ocurriendo algo raro, fuerte, intenso e imposible de entender. Inexplicable.

Claramente, Baltasar se estaba comportando como un hombre con una mujer, porque cada poco rato sus labios se apoyaban, sin disimulo, en la espalda de ella.

Llegaron al arroyo que pasa al costado del pueblo y se dedicaron a caminar sobre la callecita de piedras por la que corría una fina capa de agua fresca.

Extrañamente, no había ningún vecino lavando su coche con esa agua que superaba en suavidad a la que circulaba por las cañerías.

Baltasar la llevó hacia adentro del bosquecito de árboles enanos y al llegar a un pequeño claro, la abrazó; ella se sintió muy feliz, sin miedo. La besó en el cuello, le bajó el cierre del vestido, la desvistió, él se quitó el pantaloncito corto y la camisa. Quedaron desnudos.

Se acariciaron con gran pasión.

De entre el apretado follaje podrían haberse visto los ojitos desorbitados de varios niños que Baltasar había invitado para que se estrenaran como hombres, mirando cómo es una mujer desnuda.

Uno de ellos, el que quizá algún día trabajaría como periodista, no soportó tanta información junta y corrió a contárselo al padre de la niña.

(Este es el Artículo Nº 2.014)

La involuntaria asociación para delinquir



 
Cuando omitimos denunciar un ilícito, lo hacemos porque, inconscientemente, estamos asociados y apreciamos al infractor, más de lo que imaginamos.

Los ciudadanos comunes difícilmente denunciemos los ilícitos cometidos ante nuestra presencia.

Es conocido el sagrado «código de silencio», que se respeta a muerte entre los presos y, cuando digo «a muerte», no es una expresión metafórica sino que la delación suele pagarse con la vida.

Para muchos es difícil guardarse la información que poseen, inclusive con filmaciones que tomaron con los teléfonos celulares, pero más difícil es hacer la denuncia.

La dificultad para respetar el «código de silencio» es, fundamentalmente, el sentirse directamente cómplices del delito que presenciaron. El solo hecho de no hacer la denuncia a los responsables de controlar la legalidad implica asociarse, indirectamente, con los ilegales.

Como ocurre en todas las situaciones dudosas, se convocan en la mente del involuntario testigo, ventajas y desventajas de cumplir con su deber civil de señalar a quienes incumplen las normas.

Está claro que la falta de sanción para los transgresores habilita la continuidad de sus prácticas ilegales. Al no hacer la denuncia que correspondería, no solamente estamos «perdonando» la falta, sino que, estamos habilitando todas las demás que podrían cometerse.

En otras palabras: quien no denuncia los actos ilícitos, no solo permite el incumplimiento de la ley, sino que, además, está habilitando las condiciones necesarias para que se sigan cometiendo.

La situación suele complicarse porque la duda entre denunciar y no denunciar, provoca una pérdida de tiempo que es generadora de culpa. Por lo tanto, quien se demora en delatar lo que vio, está incurriendo en un delito por entorpecer las acciones represivas que pudieran corresponder.

El cómplice involuntario, como ocurre entre los reclusos, reconoce que el infractor integra su grupo de pertenencia, aunque, por vergüenza, nunca podría admitirlo.

(Este es el Artículo Nº 2.034)