domingo, 2 de diciembre de 2012

La espiritualidad y el miedo a nuestros semejantes



   
El apego a la espiritualidad y al idealismo intentan disminuir el temor a ser depredados por nuestros semejantes.

Mi único libro de cabecera es el Diccionario de la Real Academia Española.

No vayáis a pensar que creo en él. Lo que ocurre es que solo quiero comunicarme con ustedes y ese libro me hace pensar que si yo utilizo las palabras con un significado que podamos compartir, las posibilidades de que nos entendamos serán mayores.

Que aumenten las posibilidades de que nos entendamos no quiere decir que esto ocurra. Los seres humanos apenas podemos entendernos porque, quien más quien menos, tiene en su interior un orador provisto de unos equipos de amplificación tan ensordecedores que casi no nos dejan oír lo que se nos dice de afuera.

La educación que tratamos de recibir consiste fundamentalmente en ir bajándole el volumen a ese mega espectáculo que ocurre en nuestra psiquis.

Los humanos tenemos más confianza en nosotros que en los demás. Nosotros no pasamos de «comernos las uñas» y algún otro producto orgánico autocultivado, pero los otros, esos que están ahí afuera de mí, son capaces de matarme y devorarme.

Por este temor es que no quiero ser «rico». No ser «rico» es un elemento más que usamos para disuadir a nuestros depredadores naturales (otros humanos).

Ser «rico» significa tanto ser deliciosos como dueños de una fortuna de valor económico.

En este sentido es lógico deducir que el dinero o cualquier otro elemento económicamente valioso, constituyen saborizantes, condimentos, aderezos, adobos, salazones.

En nuestro temor por ser devorados (robados, esquilmados, estafados, chantajeados, defraudados y demás «molestias» afines), establecemos como recomendación cultural, abandonar el consumo de carnes, amar la dieta vegetariana. No queremos ser ricos, no queremos ser comidos ni siquiera en las tan difundidas y especiales circunstancias de La Tragedia de los Andes.

Algunas menciones del concepto «La Tragedia de los Andes»:

     
(Este es el Artículo Nº 1.742)

La ambivalencia ante los problemas personales



   
No siempre queremos resolver nuestros problemas, pero cuando sí lo queremos preferimos que otros los resuelvan.

Dicen que la ciencia se aprende y que el arte se roba. Un proverbio nos recuerda que «Saber vivir es la clave porque vivir cualquiera sabe».

Estas ideas pueden ser interpretadas como suficientes para resolver todos los problemas de la vida, como si fueran mágicas, como si equivalieran a un «abracadabra, pata de cabra», conjuro eficaz si los hay.

Los refranes y proverbios provocan esa sensación de sabiduría profunda, en tanto imaginemos que la sabiduría más profunda es tan sencilla que solo es accesible para los superdotados.

Los superdotados son personas estadísticamente a-normales, pero poseedoras de una anomalía que extrañamente llena de orgullo a los padres que parten de la base de que ser más que nadie es algo que aporta calidad de vida, sin reconocer que algunas excelencias son la única causa de vidas infelices, de existencias frustradas y de mal pronóstico.

Pero en realidad quería comentarles algunas formas de funcionamiento mental que, cuando las tenemos en cuenta, podemos evitar algunos pequeños inconvenientes.

Por algún motivo que desconozco, cada vez que tratamos de resolver un problema utilizando el antiguo método de listar prolijamente todas las causas para luego comenzar a resolverlas de a una, resulta que nuestra inteligencia solo atina de incluir las causas sobre las cuales no podemos influir, las que están radicalmente fuera de nuestro control.

Por algún motivo que desconozco, cada vez que tratamos de hacer la lista de todas las personas responsables en la existencia de ese problema que necesitamos resolver, resulta que nuestra inteligencia solo atina a incluir a los demás responsables, excluyéndonos.

Una hipótesis de por qué nuestro cerebro actúa así diría que en realidad queremos que el problema lo resuelva otra persona.

(Este es el Artículo Nº 1.739)

La racionalidad de los gobernantes



   
La racionalidad de los gobernantes administradores lucha contra el deseo infantil de aplicar la metodología de Robin Hood.

Si tuviéramos que representar la psiquis de un niño, sería adecuada una escena marina, de mar embravecido, en el que un buque, preferentemente un gran velero (representante simbólico del pequeño), se abatiera zozobrante entre olas gigantescas (la cultura que le prohíbe casi todo lo que desearía hacer), con el trepidar de los mástiles, el ruido ensordecedor de las velas agitadas satánicamente por un viento impiadoso, donde el único tripulante (la psiquis del niño), se agita desesperado, rezándole a dioses, ángeles, diablos.

No pretendamos representar a esa misma psiquis infantil cuando acaba de nacer un hermano, porque ni la imaginación adulta ni la de Pablo Picasso, podrían dar cuenta de tanto caos, estruendo y angustia.

Felizmente, si tuviéramos que representar la psiquis de un adulto cuando recuerda su infancia, sería adecuada una escena mucho más alegre, serena, divertida, con barcos de colores vivos, un sol generoso, una brisa tibia.

Digo felizmente porque la memoria aplica un experto Photoshop para retocar los aspectos más terribles de aquella época que recordamos con nostalgia gracias a que lo peor pudimos olvidarlo.

Cuando los adultos nos abocamos a colaborar en la administración de los recursos de nuestro colectivo (sociedad a la que pertenecemos), nuestra psiquis (ámbito principal donde se desarrolla el intelecto), se obliga a pensar racionalmente para lo cual tiene que vencer la tendencia inconsciente a actuar irracionalmente.

¿Cómo ocurre esto? La tendencia inconsciente nos impulsa a ser como Robin Hood, esto es: robarle a los ricos, hasta que se pongan furiosos, para hacer caridad con los pobres hasta que atrofien su capacidad productiva y dependan eternamente de nosotros, los administradores.

La racionalidad intentará moderar tanto egoísmo filantrópico, generando alguna política tributaria menos infantil e injusta.

Algunas menciones del concepto «Robin Hood»:

       
(Este es el Artículo Nº 1.738)

El grupo de drogadictos se amplía



     
Como calmamos nuestros remordimientos, —generados por creernos omnipotentes y protagonistas—, con drogas (legales o ilegales), técnicamente somos drogadictos.

El fuego es la sustancia divina en el hombre, que lo diferencia del resto de los animales y lo acerca a los dioses.

Este don otorgado por Prometeo a la humanidad es el que, junto con la enfermiza esperanza, hace que las «Promesas» (palabra que parece estar originada por nuestro gran benefactor, Prometeo) sean creíbles, porque cuando  Prometeo prometió, cumplió, ... aunque sufrió mucho por su traición a los dioses (1).

Efectivamente, siempre tratando de aprender de la mitología griega, cuando Zeus, el jefe máximo de los dioses del Olimpo, se enteró de la transgresión de Prometeo, lo condenó a permanecer atado a una roca del Cáucaso (región montañosa ubicada en el límite entre Asia y Europa).

Prometeo robó el fuego para compartirlo con los humanos. Como ese acto nos benefició, entendemos que el personaje no era un ladrón sino un héroe. El sentimiento que inspira se parece al que provoca Robin Hood, otro ladrón que ayudaba a los pobres y con lo cual el delito se convierte en virtud.

Es oportuno apartarme del tema central para comentar que nuestro respeto a la propiedad depende de cuánto nos beneficiemos con los objetos robados.

El castigo impuesto por Zeus consistió en que diariamente un águila comiera el hígado de Prometeo, de donde es posible imaginar que surgen los remordimientos (morder reiteradas veces) que padecen quienes transgreden las leyes (sienten culpa).

En los humanos ocurre la siguiente cadena causal (conjunto de causas con sus efectos que se convierten en nuevas causas):

Como nos sentimos muy vulnerables nos imaginamos omnipotentes. Esto incluye sentirnos protagonistas y culpables de casi todo.

Como esa culpa nos mortifica (re-mordimientos) y la calmamos tomando drogas (legales o ilegales), técnicamente somos drogadictos.

   

El Paraíso está fuera de la ley



   
Suponemos que castigaríamos a los delincuentes obligándolos a cambiar porque imaginamos que fuera de la ley se vive mejor.

La pena de muerte no es tan grave.

Aunque usted no lo crea, estamos de acuerdo en compartir esta trágica aseveración. Claro que para llegar a ese acuerdo antes debemos comentar algo referido a qué queremos decir con eso de «pena de muerte».

Cuando los ciudadanos más angelicales piensan en la pena de muerte para que

— nunca más le roben el celular, o
— para que nadie vuelva a raptarle su mascota para después devolvérsela previo pago de un importante rescate, o
— para que se termine esto de rayarle la pintura a los vehículos nuevos,

cuando piensan eso en plena furia por el vejamen del que fueron objeto, no están pensando exactamente en una muerte clínica, sino en algo más light, menos irreversible, más humanitario.

Para comenzar, podemos constatar que todos pensamos en la muerte como solución definitiva.

En segundo lugar, podemos constatar que si contáramos con la autorización legal y religiosa, ninguno estaría dispuesto a ser la mano ejecutora de ese castigo.

Y en tercer lugar lo que realmente queremos no es que los delincuentes dejen de existir, dejen de ser, sino que nos conformaríamos con que dejen de ser delincuentes.

La (supuesta) explicación de este matiz está en cómo nuestro instinto de conservación nos induce la muy conocida «resistencia al cambio» (1).

Efectivamente, los humanos nos resistimos a cambiar...para estar peor, pero amamos cambiar cuando es para mejorar.

Lo que aspiramos para castigar a los delincuentes es que ellos cambien, que dejen de ser como son...  para que sufran, en tanto suponemos que este grupo de personas disfruta robando, matando y haciendo daño.

Suponemos que obligándolos a cambiar sufrirían porque imaginamos que fuera de la ley (¿Paraíso?) se vive mejor.

Algunas menciones del concepto «resistencia al cambio»:

       
(Este es el Artículo Nº 1.758)