Suponemos que
castigaríamos a los delincuentes obligándolos a cambiar porque imaginamos que
fuera de la ley se vive mejor.
La pena de muerte no es tan
grave.
Aunque usted no lo crea,
estamos de acuerdo en compartir esta trágica aseveración. Claro que para llegar
a ese acuerdo antes debemos comentar algo referido a qué queremos decir con eso
de «pena de muerte».
Cuando los ciudadanos más angelicales
piensan en la pena de muerte para que
— nunca más le roben el celular, o
— para que nadie vuelva a raptarle su mascota para después devolvérsela
previo pago de un importante rescate, o
— para que se termine esto de rayarle la pintura a los vehículos nuevos,
cuando piensan eso en plena furia por el vejamen del que fueron objeto,
no están pensando exactamente en una muerte clínica, sino en algo más light, menos
irreversible, más humanitario.
Para comenzar, podemos constatar que todos pensamos en la muerte como
solución definitiva.
En segundo lugar, podemos constatar que si contáramos con la
autorización legal y religiosa, ninguno estaría dispuesto a ser la mano
ejecutora de ese castigo.
Y en tercer lugar lo que realmente queremos no es que los delincuentes
dejen de existir, dejen de ser, sino que nos conformaríamos con que dejen de ser
delincuentes.
La (supuesta) explicación de este matiz está en cómo nuestro instinto de
conservación nos induce la muy conocida «resistencia al cambio» (1).
Efectivamente, los humanos nos resistimos a cambiar...para estar peor,
pero amamos cambiar cuando es para mejorar.
Lo que aspiramos para castigar a los delincuentes es que ellos cambien,
que dejen de ser
como son... para que sufran,
en tanto suponemos que este grupo de personas disfruta robando, matando y
haciendo daño.
Suponemos que obligándolos a cambiar sufrirían porque imaginamos que
fuera de la ley (¿Paraíso?) se vive mejor.
Algunas
menciones del concepto «resistencia al cambio»:
(Este es el Artículo Nº 1.758)
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