Varias veces he cuestionado la eficacia de nuestros sentidos, de nuestra capacidad perceptiva y hasta de nuestra inteligencia.
Esta postura sólo
intenta relativizar la validez de nuestras ideas del mismo modo que cuando nos
subimos a una escalera, calculamos intuitivamente si su fortaleza es suficiente
para aguantar nuestro peso, o cuando evaluamos las condiciones mecánicas de un
vehículo para saber si podremos frenarlo a tiempo, si podremos dar una curva
sin que vuelque o cargarlo de pasajeros sin que se rompa.
Una particularidad
muy interesante de nuestra psiquis consiste en que muchas reacciones son estratégicamente
desacertadas.
El ejemplo clásico
tiene que ver con la respuesta defensiva ante un ataque. Si nuestro jefe nos
humilla, la reacción acertada sería reivindicar nuestro derecho a ser
respetados e imponerle que rectifique su actitud avasallante.
Puesto que quizá no
sepamos cómo enfrentarnos a alguien más fuerte, esa reacción defensiva es
desplazada a otra persona que sea lo suficientemente débil como para que no
pueda defenderse de nuestro ataque. Para justificar esta agresión inventaremos
alguna causa.
Nuestro idioma ya
creó el nombre de esta víctima inocente: «Chivo expiatorio».
El invento de esa
justificación consistirá en agravar artificialmente alguna causa
insignificante. Por ejemplo, el empleado humillado que no puede atacar al jefe
despótico, destrata ferozmente al familiar que le sirve la comida demasiado
caliente.
El agravamiento
artificial de alguna causa para poder resolver alguna angustia (en el caso
mencionado, la humillación) funciona muchas veces y nos lleva a tomar
determinaciones, no solo injustas sino directamente equivocadas, ineficientes y
generadoras de nuevos problemas.
Sólo le comento un
ejemplo: Alguien muy preocupado por el temor a enfermarse puede convertir su
casa en una fortaleza porque dice temerle a los ladrones. En este caso los
ladrones serían los «chivos expiatorios».
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