Hace años
hice un curso para mejorar la memoria.
Sin pensarlo, pagué la matrícula cuando vi la
demostración del vendedor.
De espaldas a un pizarrón, nos pidió a los
concurrentes que dictáramos palabras.
En pocos minutos logramos una larga lista:
mono, veladora, helado, ligero, fútbol, etc., etc.
Una vez escrita la lista de 100 vocablos, el
vendedor nos dijo que estaba en condiciones de recordarlos en cualquier orden.
Para sorpresa de todos, así lo hizo: de
adelante hacia atrás, de atrás hacia adelante, comenzando por la vigésima
palabra, etc.
Usted
comprenderá ahora por qué no dudé en pagar lo que hiciera falta para adquirir
esa increíble destreza.
Claro que
cuando la explicaron, sufrimos una cierta desilusión: no había nada de magia
sino un método muy simple.
El
memorioso no hizo otra cosa que construir un relato en el que «un mono»
encendía una «veladora» con una mano y sostenía un «helado» con la otra. Un
niño travieso se le acercó muy «ligero», intentó robárselo cuando se distrajo
mirando en la televisión un partido de «fútbol», etc.
Muchos años después me enteré que nuestra
memoria funciona de esta manera.
Creemos que esta función es como una grabadora
que acumula sensaciones (imágenes, sonidos, olores) para luego reproducirlas:
evoco mi primer día de escuela, cuando llegamos a Disney Word, la cara de mi
abuelo cuando le festejamos los 70 años, ...
Según los expertos en memoria, ésta no
funciona así: permanentemente está construyendo relatos coherentes en los que
se insertan imágenes, sonidos, olores, sentimientos, escenas de algún sueño.
Ese relato es como una larga novela en la que
participan varios personajes, tiene un argumento y un cierto clima (triste,
agitado, optimista, próspero, decadente, mágico, esperanzador) que depende de
nuestro ánimo.
Esta novela
organiza nuestra vida mental, aportándole la coherencia propia de la
gramática.
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