Soy varón y padre. Por eso me toca hacer el trabajo sucio y lo hago.
Los varones tenemos una importancia muy baja
si asumimos que la única misión del ser humano es conservarnos a nosotros y a
la especie.
Los varones sólo depositamos nuestro semen en
la vagina de la mujer que sutilmente nos convocó y ella hace el resto del
trabajo.
Como este reparto de tareas y de
responsabilidades es escandalosamente favorable a los varones, la cultura
—legislada por varones que recibieron el susurro persuasivo de alguna mujer—,
creamos una serie de normas para emparejar el esfuerzo.
Las tareas que se nos encomendaron fueron las
más pesadas y antipáticas, como corresponde a toda persona que no está dotada
de condiciones naturales (útero y glándulas mamarias) para encargarse de
funciones más importantes.
Esas tareas más pesadas y antipáticas son (en
una apretada síntesis):
— Protección de la mujer y sus hijos;
— Alimentación, abrigo y alojamiento de la
mujer y sus hijos;
— Reclamarle a la mujer que se independice de los hijos.
Las tareas de protección y provisión son
relativamente fáciles y hasta divertidas.
Los varones nos juntamos, jugamos, trabajamos,
nos repartimos las ganancias, luchamos, invadimos, robamos, nos repartimos el
botín, y —como éstas— otras travesuras igualmente parranderas.
El trabajo sucio del varón-padre es algo más
complicado.
Consiste en enfrentarse a la madre de sus
hijos y reclamarle que no les preste tanta atención a los niños y que se
dedique más intensamente a él.
Esta parece ser una actitud egoísta y por
supuesto que lo es.
En este caso el egoísmo es imprescindible para
que los niños corten la dependencia de la madre y puedan abandonar la niñez
antes de los 90 años.
Muchos varones eluden este trabajo sucio y sus
mujeres se hacen las distraidas.
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