Se aceleraron los latidos de mi corazón cuando fui testigo
de un robo. Ella no me veía pero yo sí a ella a través de un hueco en las
estanterías del supermercado.
Con increíble desparpajo se guardó en un bolsillo interior
de su gruesa prenda de abrigo un frasco grande de shampú.
¡No lo podía creer! Parecía ser una persona común y
corriente, bien vestida, con botas de
lluvia casi nuevas, manos bien cuidadas. ¿Cómo podía estar haciendo eso?
Imaginé que cuando llegara el momento de pagar lo que
cargaba en un canasto, sacaría de su abrigo aquel frasco para que le fuera
facturado. Supuse que si esto no sucedía, alguien de seguridad la interceptaría
para regularizar la situación.
Sentí que todo el mundo me estaba observando cómo esperaba
la confirmación de estas hipótesis. Era evidente que yo no le quitaba los ojos
de encima y a su vez sabía con seguridad que todo el mundo me miraba a mí
mirándola a ella.
Le tocó el turno de abonar, no mostró el frasco de shampú y
nadie le impidió el egreso.
Vivamente consternado por lo que acababa de presenciar, con
el pulso siempre acelerado, pagué mi compra y me quedé sentado en el auto antes
de irme, meditando.
Está claro: El valor de lo que se llevan los ladrones está
incluido en el precio de lo adquirimos quienes pagamos nuestras compras. Mi inconciente lo supo antes que yo: la señora me
robó a mi. Por eso tuve las palpitaciones.
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