sábado, 9 de junio de 2012

Papá y mamá Andrea


La vida fue muy dura con Andrea.

Cuando tenía sólo 13 años, quedó encargada de cuidar a sus dos hermanos más chicos (varones de 12 y 11 años) porque la abuela, si bien dijo ante el gobierno que se haría cargo de ellos tres cuando murió la madre, en realidad sólo cumplía a cabalidad cobrando el dinero que recibía del estado.

Por razones genéticas, de tamaño físico y hasta culturales, Andrea tenía que ejercer el poder ante dos chicos más grandes que ellas y envalentonados por el machismo ambiental.

Ella tenía unas consignas muy efectivas para darse órdenes, alentarse y justificarse a sí misma. Se decía por ejemplo «Si no te gusta la sopa: ¡dos platos!»; «A caprichoso, caprichosa y media»; «El que pega primero, pega dos veces».

Sus estudios terminaron tempranamente aunque su ignorancia sobre lo que es vivir fue desapareciendo con rapidez.

Desarrolló la destreza de adivinar las intenciones de la gente con velocidad desesperada cuando la acusaron injustamente de robar en una frutería. Cuando trató de dormir esa noche con el corazón a mil latidos por minuto, se restregaba los pies pensando de dónde había salido su capacidad para decir cosas coherentes a tanta velocidad y con voz tan caudalosa.

Lo que ella no pudo hacer se lo impuso a sus hermanos: tenían que terminar los estudios y ponerse a trabajar cuanto antes. Lo que la naturaleza no le dio en cuanto a fuerza física y estatura, se lo dio en capacidad oratoria. Quienes habían padecido alguna de sus palizas verbales, no necesitaban después más que una mirada amenazante para comprender por telepatía cómo debían rectificarse.

Con ella siempre simpatizamos porque tenemos buena química y escribo esto al verla haciendo las tareas con nuestro hijo de dos meses en sus brazos, entrecerrando un ojo porque casi no se saca el cigarrillo de la boca y deteniéndose de vez en cuando para tomar un pequeño sorbo de aguardiente. ¡Es adorable!

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