Aunque hace siglos que los humanos jugamos con un objeto redondo para introducirlo a patadas dentro de algo, fueron los ingleses los inventores del fútbol que conocemos hoy en día.
Como vemos, no fueron creativos para darle un
nombre, pues se limitaron a juntar dos palabras alusivas. Sumaron foot y ball
(pie y pelota), dando por resuelto el asunto.
Claro que los hispanos tampoco hicimos un gran
aporte, porque sólo tradujimos literalmente. Sumamos balón más pie y ¡listo!:
balompié.
En otro artículo titulado Los
descuidistas se llevan el trofeo les comentaba que, en tanto la estrategia principal de este juego consiste en
replegarse defensivamente y esperar algún error del contrario para «perjudicarlo» y de esta manera
asegurar nuestro éxito, podría pensarse que esa mayoría de fanáticos, ven en
esa actitud una teatralización (alegoría) de su filosofía de vida.
Observemos
la oposición radical que existe entre esta apasionante exhibición deportiva y
lo que habitualmente se propone para mejorar las relaciones de intercambio
entre personas o entre países.
La técnica
de negociación más elemental consisten en asegurar beneficios recíprocos. El
vínculo perdura sólo cuando ambos ganan.
Es probable
que el fútbol canalice las frustraciones de varios deseos que no pueden
satisfacerse en la vida laboral o comercial.
Nuestra
aspiración es tan depredadora como la de otros animales.
La propiedad
privada no está en nuestros genes.
Nuestro
niño interior cree que todo le pertenece y acepta, con cierta resignación que,
por debilidad, no pueda defender más que una pequeña parte del planeta.
Cada uno es
dueño de lo que es capaz de conquistar primero y defender después.
Cuando
llegamos al mundo, no tenemos nada. Luego vamos haciendo todas las conquistas
que podemos y nos quedamos con las que nuestra fuerza nos permite retener.
Igual que
en el fútbol.
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