«La ignorancia de la ley no exime su aplicación» (1) dice una consigna que hemos tenido que inventar cuando nos dimos cuenta que muchos ciudadanos, alegando desconocimiento, cometían delitos de toda índole y luego eran absueltos.
Sin
embargo, esta restricción legal no tuvo el alcance que se esperaba sino que aún
seguimos recurriendo al viejo truco de echarle la culpa a quienes no avisaron
que se había prohibido matar, robar, violar y otros placeres antisociales.
Así como
casi nadie concurre a la universidad a informarse profundamente de las miles de
leyes, normas y reglamentos con sus respectivas interpretaciones, para luego
convertirse en un ciudadano responsable, casi nadie concurre a la universidad a
informarse profundamente de los miles de estímulos que recibimos del
inconsciente y que determinan nuestra vida hasta los mínimos detalles.
Efectivamente,
el rechazo casi alérgico que sentimos por informarnos sobre cómo somos guiados
por deseos que tuvieron que volverse inconscientes porque satisfacerlos era
prohibido, vergonzoso o ridículo, nos lleva a cometer errores cuya
responsabilidad, juicio y condena, no podemos eludir.
Cuando
cometemos errores que la ley no castiga, le echamos la culpa a otros, a la mala
suerte o le encontramos atenuantes hasta justificarlos plenamente.
Tomemos
sólo dos características humanas para no complicarnos:
1º)
Necesitamos ser amados y
2º) Somos
sigilosamente egoístas.
Los padres,
inconscientemente, pueden colaborar para que sus hijos siempre dependan de
ellos económicamente, como una estrategia (inconsciente)
para mantenerlos sometidos.
Todos
suponemos que llegaremos a la ancianidad y que necesitaremos que nos ayuden,
protejan, amen, mimen, con amor, respeto, consideración, devoción.
Entronizándonos, si fuera posible.
Inconscientemente, tratamos de que por lo
menos uno de nuestros hijos se encargue de esa tarea geriátrica y lo ayudamos para que, llegado el momento,
no tenga más remedio que hacerlo porque económicamente depende de nosotros
(sólo sabe protegernos).
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