Si pretendemos ignorar nuestras intenciones antisociales, estas buscarán satisfacerse de alguna forma más inconveniente aún (neuróticamente, exageradamente, inoportunamente).
A alguien se le ocurrió decir que el sol y el
viento compitieron para determinar cuál de los dos era más poderoso.
El sol le dijo al viento: “¿Ves aquel anciano
que va por el camino? Veamos quién de los dos logra quitarle el abrigo que
lleva sobre los hombros”.
El viento comenzó a soplar con más y más
intensidad pero el anciano sólo atinaba a enroscárselo con toda su fuerza.
Cuando le tocó el turno al sol, este comenzó a concentrar su calor sobre el
anciano quién en pocos minutos tuvo que desabrigarse, consagrando al sol como
ganador del desafío.
La conclusión que podemos sacar de esta fábula
es que para modificar la conducta de un ser humano, la violencia es menos
efectiva que la ternura.
En un artículo bastante antiguo les comentaba
cómo funcionan las represas hidroeléctricas (1): La interrupción artificial de
un río aumenta tanto la presión del agua que una liberación dosificada puede
mover turbinas generadoras de electricidad.
Lo mejor que nos podría ocurrir a los humanos
es que admitiéramos que algunos de nuestros deseos deben ser moderados o
frustrados o postergados porque su satisfacción perjudicaría la convivencia en
sociedad.
Casi nunca tenemos la suerte de que nos ocurra
lo mejor. Antes bien, la sociedad nos reprime esos deseos por la fuerza, los
prohíbe y nos castiga cuando intentamos tramitarlos.
El resultado es que terminamos
administrándolos neuróticamente, es decir, reprimiéndolos y negándolos con lo
cual no hacen otra cosa que potenciarse y distorsionar nuestra percepción de la
realidad.
Por ejemplo todos deseamos robar por
naturaleza. En vez de admitirlo pero evitarlo, negamos este deseo y votamos
condenas exageradamente severas para quienes roban potenciando aún más su
conducta delictiva.
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