El afán de someternos demoniza a nuestro deseo como si éste fuera un peligroso enemigo.
Nuestro razonamiento, individual y colectivo,
a veces se hace planteos que estimulan un debate, alguna reflexión,
eventualmente un estudio serio.
Por ejemplo:
— «La educación», ¿es un derecho o una obligación?;
— «Votar en
las elecciones nacionales», ¿es un derecho o una obligación?;
—
«Vengarse», ¿es un derecho o una obligación?
Apuesto a
que el último ítem no lo ha oído tantas veces como los dos anteriores.
Supongo que
es escasamente comentado porque por otro lado siempre procuramos con
responsabilidad —pero también con mucho temor— evitar toda incitación a la
violencia.
Los humanos
de cualquier edad gozamos tremendamente con la agresividad, con la cancelación
definitiva de todo lo que cataloguemos como «malo», nos apasiona el exterminio
radical y definitivo de lo que nuestra mente señale como enemigo, riesgoso,
perjudicial.
Es tan
grande el placer por estas soluciones radicales, que una cantidad muy
importante de personas lucha denodadamente por la paz, la comprensión, la
tolerancia.
¡No perdí
la razón! ¡No estoy loco!
El instinto
de conservación es furioso como un terremoto, extremista, totalmente necio pero
lo que nos lleva a buscar la paz es el temor al demoníaco deseo.
Fuimos
adiestrados, disciplinados, educados para moderar nuestros deseos: nos
adoctrinan contra el deseo de robar, de golpear, matar, incendiar, romper y
cuando ingresamos en la edad reproductiva (adolescencia y adultez), la sociedad
busca la manera de que no practiquemos sexo por temor a una gestación
indeseada.
Hasta
ahora, los pensadores con más poder de convicción se han esforzado en reprimir
nuestro placer, nuestro deseo de gozar porque ellos creen que nuestra especie
es capaz de autodestruirse haciendo un mal uso del libre albedrío que posee ... lo cual no es cierto.
Sabemos
cuidarnos porque felizmente somos animales.
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