En una administración racional, la corrupción puede
considerarse como un hecho más rentable que perjudicial.
Cuando el
orador vio que el entusiasmo de los oyentes se precipitaba en caída libre,
exclamó con inusitado entusiasmo: «Seremos ineptos pero nunca seremos
corruptos»
El público salió de la siesta y aplaudió a rabiar.
¿Qué hace que a tanta gente le importe más que
no haya ladrones a que los administradores sean ineptos y provoquen pérdidas
muy superiores a las provocadas por los corruptos?
Seguramente no hay quien se dedique a sacar
cuentas para decir que se pierde menos con la corrupción que con la ineptitud.
Tampoco sabemos si algunas administraciones
corruptas no son más convenientes para los resultados globales que otras en las
que no hay abuso de confianza, sobornos, hurtos.
Según fuentes confiables, algunas empresas
disponen de excelentes procedimientos para detectar los actos de corrupción de
sus funcionarios, pero no para evitarla ni para castigarla sino para
administrarla.
Esta filosofía es muy pragmática, efectiva y
racional.
Los argumentos que sustentan una práctica tan
reñida con el sentido común hacen hincapié en que los funcionarios corruptos
suelen ser los más capaces, los que mejor hacen la función y, a la postre, los
que más utilidad le brindan a la empresa.
De más está decir que el sistema incluye saber
cuál es el monto económico de la defraudación y también cuál es el monto
económico que son capaces de producir dado su buen nivel de desempeño.
En otras palabras: la administración racional
no puede dejarse llevar por la furia de una infidelidad, ni por criterios
apasionadamente morales, ni por algún amor propio herido: la administración
racional solo evalúa resultado objetivos.
Yo no le recomendaría a nadie que robe pero sí
le recomendaría que sepa controlar las ofensas provocadas por la corrupción de
sus colaboradores.
(Este es el
Artículo Nº 1.621)
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