Porque amamos tener poder, todos somos potenciales tiranos devenidos en apacibles demócratas por la imperiosa necesidad de no esforzarnos.
Decimos con sincera convicción que amamos la
libertad y rechazamos la represión o la esclavitud.
Tenemos que decirlo en voz alta para que
podamos creerlo. Quienes son interrogados sobre su postura ante la libertad
(propia y ajena), son categóricos: el ser humano debe gozar de libertad (excepto
que debamos quitársela por razones de interés público, cosa que ocurre, por
ejemplo, con los delincuentes).
Este es un principio ético pero no un deseo
genuino porque ser libres cuesta un esfuerzo y, por naturaleza, nuestro cuerpo
evita hacer esfuerzos. Inteligentemente evadimos todo esfuerzo que no sea
imprescindible.
Alguien podría decir que las personas que
hacen ejercicio físico contradicen esta afirmación, pero me permito insistir:
quienes hacen esfuerzo físico están obligados por su temor a transgredir las
terroríficas recomendaciones del cardiólogo, es decir, que se esfuerzan
aparentemente en forma voluntaria pero en los hechos lo hacen bajo amenaza de
muerte.
La mencionada búsqueda de libertad no es tan
sincera como parece.
Nuestra emoción predominante es el miedo a la
incertidumbre, a cometer errores que nos condenen a una vida de eterno
arrepentimiento.
La clave de la confusión creo que está en que
deseamos vivir en una dictadura afín a nuestras preferencias ideológicas, en
cuanto a orientación política, religiosa y filosófica.
Nuestro real razonamiento podría ser: Quiero
vivir en un régimen dictatorial en el que el tirano piense igual que yo y que
sea él quien me aplique todo su rigor para que nunca me sienta responsable de
mi malestar.
El inconveniente lo tienen solo aquellos cuyas
preferencias ideológicas no coinciden con las imposiciones del régimen.
En otras palabras: todos somos potenciales
tiranos devenidos en apacibles demócratas por esa imperiosa necesidad de no
esforzarnos.
(Este es el Artículo Nº 1.711)
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